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Estos días se cumple el 85 aniversario del golpe militar fascista del 18 de julio de 1936 y de la respuesta obrera que lo hizo fracasar en la mayoría de las grandes ciudades. A partir de ese momento, en el territorio republicano se inició una revolución social tan profunda que sólo puede ser comparada a la revolución bolchevique de Octubre de 1917 en Rusia.

Para conocer en profundidad la dinámica de aquellos acontecimientos colosales, republicamos a continuación un extenso trabajo de Juan Ignacio Ramos que fue incluido por el diario Público como introducción al libro que editaron en junio de 2011 de los escritos de León Trotsky sobre la revolución española.

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Lecciones de la revolución española

El 14 de abril de 1931, la monarquía de Alfonso XIII era derribada después de largos meses de movimientos huelguísticos, manifestaciones de masas y agitación política a lo largo y ancho de todo el Estado español. Con la proclamación de la Segunda República, el proceso revolucionario entraba en una fase trascendental que culminaría en el golpe militar del 18 de julio de 1936 y la insurrección proletaria en el territorio dominado por la República.

Durante tres años la clase obrera combatió con las armas en la mano al fascismo al tiempo que intentaba llevar a cabo la transformación socialista de la sociedad.

La proclamación de la II República y las tareas de la revolución democrático-burguesa

A finales el 1930, y tras la caída de la dictadura de Primo de Rivera, la monarquía de Alfonso XIII estaba corroída por la crisis económica, la contestación social de amplias capas de la pequeña burguesía, los estudiantes y el movimiento obrero.

Carente de base social, los jefes monárquicos intentaron ganar tiempo convocando para el 12 de abril de 1931 elecciones municipales, con la esperanza de contener el movimiento y lograr el apoyo de los sectores republicanos al establecimiento de una monarquía constitucional. Pero ya era tarde. A pesar del fraude y la intervención de los caciques monárquicos en las zonas rurales, el triunfo de las candidaturas republicano-socialistas fue masivo en las grandes ciudades. El júbilo de las masas se desató en las principales capitales y ciudades del país, donde la República fue proclamada en los ayuntamientos.

Con una correlación de fuerzas tan desfavorable, la burguesía —que había sostenido la monarquía alfonsina y su régimen represivo durante décadas— no pudo impedir la proclamación de la República y mucho menos utilizar al ejército para reprimir al movimiento. Los capitalistas consideraron la República un mal menor mientras trataban de ganar tiempo para poder reestablecer una situación más favorable para sus intereses.

En aquellas jornadas históricas, los dirigentes socialistas y republicanos que se auparon a la dirección política del movimiento manifestaron enormes vacilaciones y una enorme desconfianza hacia las masas revolucionarias. El gobierno provisional republicano, una coalición entre los republicanos burgueses y los dirigentes del PSOE, intentó encarrilar los acontecimientos hacia el terreno del parlamentarismo burgués.


Los líderes socialistas, entusiastas partidarios de la teoría etapista de la revolución, defendían que con la proclamación de la II República se podrían llevar a cabo las transformaciones democráticas que en Inglaterra o Francia se habían realizado a través de las revoluciones burguesas del siglo XVII y XVIII. Según sus planes, la coalición con la burguesía republicana permitiría concretar la reforma agraria a través del parlamento; conseguir la ansiada separación entre la Iglesia y el Estado, y el avance de la enseñanza pública; la modernización del Ejército y la creación de un cuerpo de leyes que velara por las libertades de reunión, expresión y organización; la resolución la cuestión nacional, concediendo la autonomía a Catalunya, Euskadi y Galicia; y, sobre todo, crear las bases materiales para el desarrollo de un capitalismo avanzado que compitiera con éxito en el mercado mundial… En definitiva el programa clásico de la revolución democrático-burguesa.

En esta estrategia política, el proletariado revolucionario tenía que subordinarse a la burguesía republicana hasta que, en teoría, se pudiesen fortalecer a las organizaciones obreras dentro de las instituciones políticas y económicas del nuevo régimen. Sólo entonces se podría hablar de luchar por el socialismo. Este planteamiento se anclaba en la tradición reformista de la Segunda Internacional y fue repudiado por el ala marxista representada por Rosa Luxemburgo, Trotsky, Lenin y los bolcheviques rusos a la luz de las revoluciones de 1905 y 1917.

El enfoque etapista que mantenían los teóricos del reformismo socialdemócrata falseaba tanto las condiciones materiales del desarrollo capitalista, como la propia estructura de clases de la sociedad.

En el caso del Estado español, pero también en Rusia y en los países de desarrollo capitalista tardío, la burguesía unió muy pronto sus intereses a los de los viejos poderes establecidos. Nunca protagonizó una revolución como en Francia o Inglaterra. Por el contrario, recurrió constantemente a acuerdos con las viejas clases nobiliarias con las que compartía los beneficios de la propiedad terrateniente. La consolidación del régimen burgués no significó ningún cambio fundamental para el campesinado, cuyo despojo fue un proceso ininterrumpido convirtiéndose en uno de los factores decisivos de la revolución social. La clase dominante española optó por conservar las bases de un capitalismo agrario extensivo, latifundista y expropiador de la masa campesina. A una situación insostenible para la masa jornalera, se unía la miseria de los pequeños propietarios.

En cuanto a los grandes industriales, muy vinculados a la gran propiedad agraria, utilizaron las ventajas políticas del régimen monárquico para obtener sus beneficios de los bajos salarios de la clase obrera, de extensas jornadas laborales y la represión sistemática de los sindicatos, especialmente de los anarcosindicalistas. La industrialización era débil y desigual, conviviendo zonas atrasadas con otras, como Catalunya y Vizcaya, que concentraban la parte del león de las industrias extractivas, siderúrgicas y textiles y, por supuesto, los batallones pesados del proletariado.

Esta configuración del capitalismo nacional dejó campo libre a la penetración de los capitales extranjeros, fundamentalmente ingleses y franceses, que monopolizaron sectores enteros, como la minería del cobre, plomo, hierro... Por otro lado, el sector financiero dominaba la industria, y los grandes banqueros se fundían con la aristocracia empresarial y los grandes propietarios agrarios, muchos de ellos nobles aburguesados, para conformar un bloque dominante de poder como lo definió Manuel Muñón de Lara. Eran las famosas cien familias que controlaban la vida económica y política del país.

La historia del capitalismo español pronto puso de relieve el carácter profundamente contrarrevolucionario de la burguesía nacional y su completa renuncia a liderar consecuentemente la lucha por las demandas democráticas. Como demostró la experiencia del octubre ruso de 1917 y la oleada revolucionaria que sacudió Europa tras las Primera Guerra Mundial, sólo la clase obrera aliada del campesinado pobre podría llevar a cabo la solución de las tareas democráticas y la eliminación de este bloque de poder que impedía el avance social. Y esta solución implicaba la lucha por el derrocamiento revolucionario de la burguesía reaccionaria y su expropiación económica: tomar el poder político para iniciar la transición al socialismo.

La estructura de clases después del 14 de abril

El atraso del capitalismo español se manifestaba en la posición predominante de la agricultura en la economía: aportaba el 50% de la renta y constituía dos tercios de las exportaciones. Aproximadamente el 60% de la población se concentraba en el medio rural, malviviendo en condiciones de extrema explotación, salarios miserables y sufriendo penurias periódicas entre cosecha y cosecha. Dos tercios de la tierra cultivable estaban en manos de grandes y medianos propietarios. En la mitad sur, el 75% de la población tenía el 4,7% de la tierra mientras el 2% poseía el 70%.

Por su parte, la clase trabajadora, que superaba los tres millones en todo el país, había dado muestras sobradas de sus tradiciones combativas y de la potencia de sus organizaciones. No en vano, los campesinos y trabajadores habían protagonizado tres años de lucha revolucionaria durante el llamado trienio bolchevique (1918-1920), habían derrocado a la monarquía, y se agrupaban en grandes sindicatos de masas, la UGT y la CNT, que pronto sufrieron la radicalización de su militancia de base.


Enfrentados a una potente clase obrera y jornalera, la burguesía contaba con firmes aliados en el clero y el ejército.

En 1931, según datos obtenidos de una encuesta elaborada por el gobierno, existían 35.000 sacerdotes, 36.569 frailes y 8.396 monjas que habitaban en 2.919 conventos y 763 monasterios. En total, el número de personas que se englobaba en la calificación profesional de “culto y clero” dentro del censo general de población de 1930 era de 136.181.

El mantenimiento de este ejército de sotanas consumía una parte muy importante de la plusvalía extraída a la clase obrera y al campesinado. La Iglesia era un auténtico poder económico: según datos del Ministerio de Justicia de 1931, la Iglesia poseía 11.921 fincas rurales, 7.828 urbanas y 4.192 censos

El Ejército estaba formado por 198 generales, 16.926 jefes y oficiales, y 105.000 soldados de tropa. Los oficiales, seleccionados cuidadosamente de los medios burgueses y monárquicos jugaban un papel protagonista en los acontecimientos políticos desde el siglo XIX, y eran la espina dorsal del aparato del Estado burgués, que los empleaba sistemáticamente en labores de represión del movimiento revolucionario y en las aventuras colonialistas en el norte de África.

Las “reformas” del gobierno de conjunción republicano-socialista

Cuando el gobierno de conjunción republicano-socialista salido de las elecciones de junio de 1931 intentó poner en práctica sus promesas electorales, pronto se dio de bruces contra la realidad del capitalismo español.

El proyecto de llevar a cabo las reformas democráticas, manteniendo intacta la estructura social y económica del régimen burgués, fracasaron mayoritariamente. Este gobierno se plegó, en la práctica, a las exigencias de la clase dominante y se enfrentó duramente a su propia base social, reprimiendo con dureza las movilizaciones obreras y jornaleras en los años siguientes. Este fracaso general se puede sintetizar en los siguientes puntos:

La depuración del ejército. El gobierno de conjunción, y su ministro de la Guerra, Manuel Azaña, a través de toda una serie de reformas legales favorecieron el retiro de algunos mandos desafectos a la República garantizando su paga de por vida; pero la mayoría de los militares de carrera, vinculados a la dictadura de Primo de Rivera y a la monarquía, y con un historial reaccionario acreditado, permanecieron en sus puestos.

La República no depuró el aparato militar y policial de estos elementos, al contrario, premió y promocionó a los viejos oficiales de la monarquía, como Francisco Franco, a las posiciones más altas del escalafón militar.

Las relaciones Iglesia-Estado. La cuestión de la financiación estatal de las actividades de la Iglesia católica y los límites al monopolio clerical de la educación, fueron una prueba de fuego para el gobierno. Haciendo honor a su extracción de clase, Alcalá Zamora, futuro presidente de la República, y Miguel Maura, ministro de Gobernación, ambos reconocidos reaccionarios y antiguos ministros de Alfonso XIII, presentaron su dimisión en señal de protesta durante la redacción de la nueva constitución republicana que pretendía poner coto, muy tímidamente, al poder eclesiástico.

La enseñanza constituyó otro gran frente de batalla con la Iglesia. El mantenimiento del monopolio eclesiástico de la educación había arrojado un saldo de atraso e ignorancia: en 1931, la tasa de analfabetismo del país superaba el 40%. En la primera semana de mayo de 1931, el gobierno de conjunción suprimió la obligatoriedad de la enseñanza de la religión. A finales de ese mismo mes, para luchar contra el analfabetismo, se puso en marcha el proyecto cultural de las misiones pedagógicas. La estrella de las reformas fue el ambicioso decreto del 23 de junio de 1931, que aprobó la creación de 7.000 nuevas plazas de maestro y otras tantas nuevas escuelas, como parte de un plan quinquenal con el que se pretendía paliar el déficit educativo repartiendo más de 27.000 escuelas por toda la geografía.

Sin embargo, todos estos proyectos quedaron muy cercenados. La construcción de las miles de escuelas prevista en el primer bienio sólo se llevó a cabo parcialmente debido a la escasez de recursos de las arcas municipales y al boicot de los caciques de siempre. Posteriormente, el gobierno derechista del bienio negro arrinconó definitivamente estos planes, permitiendo de nuevo a la jerarquía católica disfrutar de un amplio control sobre el sistema educativo y anulando cualquier medida reformista contra su poder económico.

En cualquier caso, muchos de los avances educativos del período republicano fueron el resultado del esfuerzo abnegado de las organizaciones obreras y de sus militantes más comprometidos. Los ateneos libertarios, las casas del pueblo o las misiones pedagógicas se convirtieron en importantes centros de cultura en miles de localidades.

La reforma agraria. La Ley aprobada finalmente en 1932, después de constantes concesiones a los terratenientes y los partidos de la derecha en el parlamento, establecía un Instituto de Reforma Agraria encargado de realizar el censo de tierras sujetas a expropiación mediante el pago de indemnización; pero este sistema tenía por base la “declaración” hecha por los grandes propietarios agrarios.

Los créditos para esta reforma agraria procederían del Banco Agrario Nacional con un capital inicial de 50 millones de pesetas, pero su administración no dependía de los jornaleros ni sus organizaciones, sino de representantes del Banco de España, el Banco Hipotecario, del Cuerpo Superior Bancario, del Banco Exterior de España, es decir del gran capital financiero ligado a los terratenientes. El proyecto, además, obviaba el problema de los arrendamientos, que esclavizaba a los pequeños campesinos a las tierras del amo en Castilla la Vieja, Extremadura y otras zonas.

La reforma agraria del gobierno Azaña fue un fiasco en toda regla. “En 1933, ciento veinte años después de que las Cortes de Cádiz aprobasen las primeras leyes desamortizadoras —escribe Edward Malefakis— la aristocracia continuaba siendo una importante clase terrateniente. Sus propiedades que en su mayor parte eran cultivables (...) representaban más de medio millón de hectáreas en las seis provincias latifundistas estudiadas (Badajoz, Cáceres, Cádiz, Córdoba, Sevilla y Toledo) (...) La nobleza poseía de una sexta a una octava parte de toda la tierra incluida en el Registro de Badajoz, Córdoba y Sevilla. En Cádiz y Cáceres la nobleza debía controlar algo así como la cuarta parte de las tierras incluidas en el Registro”. Y continúa: “A finales de 1933, solamente había instalados 4.399 campesinos en 24.203 hectáreas. No había una sola provincia en la que se hubiese distribuido una extensión suficiente de tierras como para alterar significativamente la estructura social agraria existente. El Estado se había apropiado de 20.133 hectáreas más, propiedad de los participantes en el levantamiento de Sanjurjo, por la ley de 24 de agosto de 1932, pero en ellas se asentaron incluso menos colonos”[1].

Los derechos democráticos. Las promesas de poner fin a todo el entramado de leyes reaccionarias heredadas del régimen monárquico, y garantizar de libertad de expresión, de reunión y de huelga habían sido fundamentales para ganar el apoyo de las masas del campo y la ciudad a la causa republicana. Pronto se vio no obstante, que el gobierno republicano-socialista no estaba dispuesto a llevar adelante, en lo referido a las libertades públicas, ninguna política audaz.

El derecho a huelga se siguió rigiendo por la ley de 1909 y tan sólo se modificó parcialmente con el decreto del 27 de noviembre de 1931. Aun así, este decreto limitaba seriamente el derecho a la huelga al establecer que los Jurados Mixtos, que sustituían a los comités paritarios creados por la Dictadura, fueran encargados de intentar la conciliación antes de que se declarase una huelga. Fue un arma legal para reprimir a los sindicatos más combativos, especialmente a los encuadrados en la CNT, aunque también se utilizó contra las huelgas campesinas lideradas por los sectores cada vez más radicalizados de la FNTT (Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra de la UGT).

Ante el incremento de la conflictividad laboral y las ocupaciones de tierras, el gobierno aprobó, el 21 de octubre de 1931, la Ley de defensa de la República que incluía la prohibición de promover huelgas políticas y todas aquellas que no hubieran seguido el procedimiento del arbitraje. Bajo el paraguas de esta ley, y alentados por el gobierno de conjunción, los mandos de la Guardia Civil se emplearon a fondo en el asesinato de cientos de campesinos y trabajadores. Posteriormente, esta ley sería utilizada por la derecha durante el bienio negro para reprimir con saña al movimiento revolucionario de octubre de 1934.


En cuanto a la cuestión nacional y las colonias, el gobierno de coalición republicano-socialista concedió a Catalunya una autonomía muy restringida, pero se negó el estatuto de autonomía a Euskadi con el pretexto de no fomentar el nacionalismo vasco, cuyo carácter reaccionario y clerical era evidente.

La posición gubernamental ante la cuestión nacional reflejaba, una vez más, las cesiones al nacionalismo español, y no evitó que el PNV recurriera a un discurso demagógico para aumentar su influencia.

Por otra parte, el gobierno republicano-socialista siguió gobernando Marruecos como antes había hecho la monarquía: como una potencia colonialista.

El gobierno republicano-socialista frente al movimiento obrero

Para las masas que habían protagonizado el movimiento revolucionario que derrocó a la monarquía, el advenimiento de la República tenía que significar una solución a sus terribles condiciones de vida, pero la incapacidad de los líderes republicanos y socialistas para satisfacer las demandas de tierra, empleo y buenos salarios —incompatibles con el mantenimiento de las relaciones capitalistas de propiedad—, y sus continuas concesiones a los poderes fácticos, se tradujeron en un constante y violento enfrentamiento con el proletariado urbano y el movimiento jornalero.

La represión tuvo escenarios sangrientos: Castillblanco, Arnedo, Castellar de Santiago, Casas Viejas, Espera, Yeste... En todos ellos los guardias de asalto y la guardia civil fueron utilizados, por orden gubernamental, para defender la propiedad terrateniente asesinando a decenas de campesinos.

Por otra parte, la oleada de huelgas obreras en los dos primeros años de régimen republicano fueron acompañadas de una profunda desilusión política de las masas. Las esperanzas depositadas en la República, la confianza en que los ministros socialistas realizarían reformas progresivas, que las medidas del gobierno abrirían nuevos horizontes para la vida de millones de personas, se convirtieron en frustración, rabia y luchas de gran envergadura. Las huelgas generales se extendieron: Pasajes, entre los mineros asturianos, en Málaga, Sevilla, Granada, en la Telefónica…y una gran mayoría terminaron como en el campo, con decenas de trabajadores muertos.

La deriva represiva del gobierno de conjunción era el resultado inevitable de sus posiciones políticas y su negativa a depurar el aparato del Estado. En palabras de Julián Casanova: “Utilizaron los mismos mecanismos de represión que los de la Monarquía y no rompieron ‘la relación directa existente entre la militarización del orden público y politización de sectores militares’. El poder militar siguió ocupando una buena parte de los órganos de administración civil del Estado, desde las jefaturas de policía, Guardia Civil y de Asalto, hasta la Dirección General de Seguridad, pasando incluso por algunos gobiernos civiles. Sanjurjo, Mola, Cabanellas, Muñoz Grandes, Queipo de Llano o Franco, protagonistas del golpe de Estado de 1936, constituyen buenas muestras de esa conexión en los años treinta, como lo habían sido Pavía y Martínez Campos en 1873. La subordinación y entrega del orden público al poder militar comenzó desde la misma proclamación de la República. El 16 de abril llegaba Cabanellas a Sevilla para ponerse al mando de la Capitanía General de la 2ª Región Militar y declaró el estado de guerra. Mantenido inicialmente durante casi dos meses, sirvió para clausurar todos los centros obreros de la CNT, dirigidos, según declaraba el general en un Bando del 22 de mayo, ‘por una minoría de audaces e indocumentados, muchos de ellos antiguos pistoleros, profesionales de la revuelta y del desorden, que en la época de dictadura fueron modelo de mansedumbre y contención’ (...) Ese tono despreciativo y amenazante con los sindicalistas y socialistas era muy típico de los militares encargados de dirigir la represión de los conflictos sociales”[2].

Cuando el presidente de la República disolvió las Cortes y fueron convocadas nuevas elecciones para noviembre de 1933, la derecha había reconquistado una parte importante del terreno perdido el 14 de abril, especialmente entre las capas medias urbanas y sectores atrasados del campesinado.

La reacción agazapada ante los primeros empujes de las masas empezó a levantar cabeza, como demostró el intento de golpe de Estado de Sanjurjo en agosto de 1932. Entre la burguesía española empezaba a tomar fuerza una salida política similar a la que se estaba desarrollando en Alemania. El peligro del fascismo se concretaba.

La lucha contra la amenaza fascista

Con una diferencia de varias decenas de miles de votos a su favor, los radicales de derechas de Lerroux —que también ocuparon carteras ministeriales en la primera etapa del gobierno de conjunción—, junto a la CEDA de Gil Robles se hicieron con la mayoría en el Parlamento. A partir de ese momento la burguesía realizó una amplia labor contrarrevolucionaria endureciendo la legislación laboral, aumentando la represión contra las organizaciones obreras, especialmente contra la CNT y la UGT, y enfrentando militar y policialmente el movimiento huelguístico. El poder de los terratenientes se fortaleció.

En definitiva, la burguesía impulsó todo tipo de medidas, basándose en su mayoría en el parlamento, con el fin de imponer una salida fascista, siguiendo los pasos del triunfo de Hitler en 1933 y de Dolffuss en 1934. Pero la tensión de los acontecimientos obraba también en otra dirección: acelerando la radicalización de las masas y de sus organizaciones.

La escisión de la CNT entre treintistas y faístas años antes y el giro de las organizaciones socialistas con el surgimiento de la izquierda socialista liderada por Largo Caballero, con una gran influencia en la UGT, especialmente en su federación campesina, y en las Juventudes Socialistas, eran la prueba más acabada de este proceso.

La respuesta del movimiento obrero ante el peligro fascista no se hizo esperar: la formación de las Alianzas Obreras, un intento de frente único proletario, constituyó un ejemplo inédito en la Europa de los años treinta.


La amenaza de la entrada de dirigentes cedistas al gobierno de Lerroux desató la insurrección proletaria de octubre de 1934. Sin el levantamiento revolucionario del proletariado asturiano, muy probablemente se hubiera culminado con éxito la imposición de un Estado de corte fascista utilizando la maquinaria del parlamentarismo burgués.

La represión contra la Comuna asturiana a manos de los futuros jefes militares del golpe del 18 de julio fue terrible. Cerca de dos mil muertos en los combates, cientos de fusilados, miles de detenidos y torturados, a los que sumar decenas de miles de trabajadores represaliados y despedidos de sus trabajos. Las organizaciones obreras tuvieron que pasar a la clandestinidad, mientras que la burguesía acabó por sacar las lecciones últimas de los acontecimientos.

Octubre del 34 señaló que no era posible acabar con el movimiento de las masas a través de la represión “legal” que las leyes republicanas permitían. Se necesitaba aplastar a las organizaciones y su capacidad de resistencia. Era necesario imponer el terror blanco hasta sus últimas consecuencias.

De nuevo la colaboración de clases

Tras el fracaso de la derecha para estabilizar su gobierno, las cortes fueron disueltas y se convocaron elecciones para el 16 de febrero de 1936. Los dirigentes del PSOE y de la UGT, especialmente Indalecio Prieto y Julián Besteiro, conectaron inmediatamente con las propuestas de los líderes del PCE para conformar un Frente Popular de cara a las elecciones de febrero. Las nuevas directrices políticas de Stalin eran claras: supeditar la acción revolucionaria del proletariado a la defensa de la legalidad republicana, o lo que es lo mismo, a la defensa de la democracia burguesa, tal como Dimitrov había concretado en el VII Congreso de la Internacional Comunista.

Este nuevo giro de la política estalinista representaba una ruptura decisiva con los principios de la política leninista sobre la revolución socialista y su lucha contra la política de colaboración de clases. Los estalinistas sancionaron una vergonzosa regresión a los viejos esquemas del reformismo socialdemócrata. Pero una cosa eran los planteamientos de los dirigentes estalinistas y otra muy diferente la realidad tozuda de la lucha de clases.

Como habían demostrado los ejemplos de Alemania y Austria, el fascismo que veía llegar su turno precisamente por que los mecanismos de la “democracia parlamentaria” no eran suficientes para garantizar el poder y los beneficios de la clase capitalista, solo podía ser derrotado con los métodos y la estrategia de la revolución socialista.

El programa del Frente Popular aunque recogía reivindicaciones democráticas fundamentales, como la amnistía y la readmisión de los despedidos tras la insurrección del 34, ataba de pies y manos a la clase obrera a los partidos republicanos. Estos rechazaron expresamente cualquier mención a la nacionalización de la tierra y su entrega a los campesinos y, por supuesto, a la nacionalización de la banca y el control obrero en la industria. También se negaron a establecer el subsidio de paro solicitado por los partidos de izquierda.

En definitiva, se reeditaban los presupuestos políticos que habían guiado la acción del gobierno de conjunción republicano socialista del primer bienio, y que habían asfaltado el camino para que la CEDA triunfase.

Todavía hoy se justifica la política del Frente Popular en la necesidad de evitar que las capas medias giraran hacia la reacción. Semejante argumento es una cortina de humo que impide comprender la auténtica naturaleza de la lucha de clases en esos momentos. No había terreno para salidas intermedias. O la clase obrera se hacía con el poder político, expropiando el conjunto de la propiedad capitalista, o el capital movilizaría sus reservas sociales y militares para aplastar durante décadas a los trabajadores y sus organizaciones.

En su artículo ¿Adónde va Francia?, escrito en octubre de 1934, Trotsky analiza este fenómeno en detalle: “...Los pequeños burgueses desesperados ven en el fascismo, ante todo, una fuerza combativa contra el gran capital, y creen que el fascismo, a diferencia de los partidos obreros que trabajan solamente con la lengua, utilizará los puños para imponer más ‘justicia’. (...) Es falso, tres veces falso, afirmar que en la actualidad la pequeña burguesía no se dirige a los partidos obreros porque teme a las ‘medidas extremas’. Por el contrario: la capa inferior de la pequeña burguesía, sus grandes masas, no ven en los partidos obreros más que máquinas parlamentarias, no creen en su fuerza, no los creen capaces de luchar, no creen que esta vez estén dispuestos a llegar hasta el final… Para atraer a su lado a la pequeña burguesía, el proletariado debe ganar su confianza… necesita tener un programa de acción claro y estar dispuesto a luchar por el poder por todos los medios posibles…”[3].

La necesidad de una dirección revolucionaria

A pesar de todos los obstáculos, el Frente Popular (FP) fue apoyado entusiastamente por los trabajadores en cada rincón del país. Con su victoria podrían lograr con rapidez sus aspiraciones más inmediatas.

Sin embargo, no todos los componentes del FP veían el futuro de la misma manera: “Con toda mi alma”, hablaba confidencialmente Manuel Azaña el 14 de febrero a Ossorio y Gallardo, “quisiera una votación lucidísima, pero de ninguna manera ganar las elecciones. De todas las soluciones que se pueden esperar, la del triunfo es la que más me aterra”. Pero el triunfo de las listas del FP fue tan arrollador que muchos líderes reaccionarios como Lerroux o Romanones perdieron su acta de diputado. Pero repitiendo lo ocurrido en las elecciones de junio de 1931, de los 257 diputados del Frente Popular 162 tenían filiación republicana. Los partidos obreros cedieron a los republicanos burgueses un protagonismo en las listas que nunca merecieron. Pero este hecho no impidió que el proceso de la revolución socialista encontrara en las elecciones de febrero de 1936 un cauce poderoso para expresarse.


Aprendiendo de las lecciones del bienio republicano-socialista, las masas no aguardaron a la acción “legislativa” del parlamento o del gobierno para luchar por sus reivindicaciones.

A través de la acción directa revolucionaria asaltaron las cárceles y liberaron a los presos. Entre febrero y julio de 1936 se organizaron más de 113 huelgas generales y 228 huelgas parciales en las ciudades y pueblos de toda España. En las ciudades, los comités de acción UGT-CNT ocupaban fábricas y empresas y lograban imponer a los burgueses la readmisión de los despedidos. La situación en el campo se desbordó: “Los campesinos pasaron rápidamente a la acción”, escribe Manuel Tuñón de Lara, “ (...) En las provincias de Toledo, Salamanca, Madrid, Sevilla, etc., ocuparon grandes fincas desde los primeros días de marzo y se pusieron a trabajarlas bajo la dirección de sus organizaciones sindicales. Una vez que ocupaban las tierras, lo comunicaban al Ministerio de Agricultura para que legalizase su situación. Este movimiento culminó el 25 de marzo con la ocupación de fincas realizada al mismo tiempo por ochenta mil campesinos en las provincias de Bajadoz y Cáceres...”.

En 1970, treinta y cuatro años más tarde del inicio de la guerra civil, Fernando Claudin, antiguo dirigentes de las Juventudes Comunistas y unos de los principales líderes de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU) junto con Santiago Carrillo, tenía que reconocer la auténtica naturaleza de aquellos trascendentales acontecimientos cuando citaba, ratificándolas, las palabras del historiador soviético Midánik:

“El movimiento huelguístico creció de mes en mes. Se paralizaban fábricas y talleres, andamios y minas; se cerraban comercios. En junio-julio se registró un promedio de diez a veinte huelgas diarias. Hubo días con 400.000 a 450.000 huelguistas. Y el 95 por ciento de las huelgas que tuvieron lugar entre febrero y junio de 1936 fueron ganadas por los obreros. Grandes manifestaciones obreras desfilaban por las calles exigiendo pan, trabajo, tierra, aplastamiento del fascismo y victoria total de la revolución. Se crearon las primeras empresas colectivas: Los mítines congregaban decenas de miles de personas y los obreros aplaudían con entusiasmo a los oradores que anunciaban la hora no lejana del hundimiento del capitalismo y llamaban a ´Hacer como en Rusia´. De las huelgas se pasaba a la ocupación de las empresas cerradas por los propietarios. La ocupación de las calles, de las empresas y de las tierras, la incesante acción huelguista, impulsaban al proletariado urbano y agrícola hacia las formas más elevadas de la lucha política”[4].

La situación revolucionaria maduraba con rapidez. De manera clara, el doble poder empezaba a emerger: por una parte, el poder institucional de la republica burguesa, cada vez más impotente en la tarea de frenar la lucha de las masas, era abandonado crecientemente por los sectores decisivos de la clase dominante que se preparaban para un golpe militar fascista. Por otro, el tremendo poder del proletariado y el campesinado, que empujaba a sus organizaciones hacia una salida revolucionaria y que tenía su exponente más radical en la izquierda caballerista del PSOE, la UGT y las JJSS, y en las organizaciones anarcosindicalistas.

Las condiciones objetivas para el triunfo de la revolución social estaban plenamente maduras; pero el factor subjetivo, es decir, el de una dirección revolucionaria consecuente, todavía no.

Si el PSOE o el PCE hubieran tenido una política marxista, auténticamente socialista, basada en un programa revolucionario que plantease abiertamente la toma del poder; si los dirigentes obreros hubiesen defendido la nacionalización de las fábricas y la banca bajo control democrático de los trabajadores; la expropiación de los terratenientes y la entrega de la tierra a los campesinos para su explotación; la formación de consejos de obreros y campesinos para ejercer el control y la democracia política; el derecho de autodeterminación para las nacionalidades históricas y la independencia para las colonias (especialmente Marruecos)... en definitiva, si hubieran levantado un programa como el de Lenin y los bolcheviques en 1917, habrían encontrado el respaldo unánime de la clase obrera y de los jornaleros, de la mayoría aplastante de la población, conjurando la amenaza del fascismo.

Revolución y contrarrevolución

La atmósfera política desde el triunfo del Frente Popular revelaba la situación extrema que había alcanzado la lucha de clases. Fernando Claudin la retrata de la siguiente manera

“Entre febrero y julio existe en España, de hecho, un triple poder. El legal, cuyo poder efectivo es mínimo. El de los trabajadores, sus partidos y sindicatos, que se manifiesta a la luz del día de la forma descrita. Y el de la contrarrevolución, que aunque se exterioriza en los discursos agresivos de sus representantes parlamentarios, en el sabotaje económico, y en las acciones de los grupos de choque fascista, actúa sobre todo en el secreto de los cuartos de banderas, preparando minuciosamente el golpe militar (...) Cualquiera que estudie estos meses cruciales de la España de 1936 no puede por menos que preguntarse. ¿Por qué los partidos y organizaciones obreras no actuaron de manera concertada y decidida para aplastar en el huevo el levantamiento militar e impulsar resueltamente el proceso revolucionario? La respuesta que el proletariado dio a la sublevación derrotándola en la mayor parte del país, pese a que los facciosos tenían de su parte la sorpresa y la iniciativa, demostró hasta que punto la correlación de fuerzas era favorable al pueblo. ¿Por qué no se adelantaron los partidos y sindicatos obreros? (...) Hasta tal punto el problema de aplastar en el huevo la conspiración militar estaba fundido en esos meses con la revolución proletaria, que el único medio real de lograr lo primero hubiera sido desalojar del poder al gobierno republicano pequeño burgués —gracias a cuya pasividad, cuando no cobertura, podía tejerse la trama de la sedición— e instaurar un poder que permitiera a las fuerzas obreras revolucionarias coger el toro por los cuernos. Entre febrero y junio a la revolución española se le fue creando, cada día de manera más acuciante, una situación análoga a la de la revolución rusa en vísperas de las jornadas de octubre. O el proletariado revolucionario tomaba la iniciativa, o la tomaba la contrarrevolución. Casares Quiroga era un Kerenski perfecto, pero en España no había ningún Lenin....”[5]. Esta larga cita tiene un carácter excepcional. La descripción que hace de la situación de doble poder que vivía la sociedad es clara y transparente. Y su mayor valor es que está escrita por un cualificado representante de la política estalinista durante la revolución española que, treinta y cuatro años más tarde, reconocería la profundidad de los errores de la política frente populista.

Tras las elecciones de febrero Azaña fue elegido presidente de la República y los representantes de los partidos republicanos coaligados en el frente popular coparon la totalidad de las carteras ministeriales. El objetivo de estos políticos “progresistas” fue restablecer el “equilibrio” capitalista en medio de una situación de extrema polarización social y política.

Rearmando a los guardias de asalto y dando instrucciones concretas a la guardia civil, el gobierno Azaña intentó impedir a toda costa la revolución: reprimió el movimiento de las masas y logró que las cárceles, vacías de presos políticos tras las primeras jornadas de febrero, fueran llenándose con militantes sindicalistas y anarquistas. Paralelamente, el gobierno consentía los movimientos de los militares que estaban urdiendo a la vista de todo el mundo el golpe faccioso.

Julio Busquets, reconocido miembro de la Unión Militar Democrática en los años de la transición, explica el comportamiento del gobierno republicano en aquellos momentos decisivos: “Cuando el golpe de Estado era inminente y la UMRA (Unión Militar Republicana antifascista) había hecho acopio de toda la información al respecto, se entrevistaron con Casares Quiroga, jefe del gobierno, para exponerle la gravedad de la situación y exigirle una respuesta inmediata. La reunión tuvo el lugar el 16 de julio y se le pidió que aplicara las siguientes medidas:

1. Pasar a disponibles forzosos a diferentes militares entre los cuales se encontraban los generales Franco, Goded, Mola, Fanjul y Varela, los coroneles Aranda y Alonso Vega, el teniente coronel Yagüe, y el comandante García Valiño.

2. La rápida inspección de todas las guarniciones por parte de delegados gubernativos, que informasen a la tropa de los graves riesgos de insurrección.

3. Creación de seis unidades especiales con personal y mandos de total confianza, con sede en Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, Zaragoza, Bilbao, destinada a abortar cualquier insurrección militar en sus zonas de influencia.

4. La detención inmediata y depuración de los miembros sospechosos de pertenecer a la UME (Unión Militar Española).

5. Disolución del ejército, en último caso, con el fin de abortar el golpe.

“(...) Confundiendo deseos con realidades, Casares Quiroga afirmó que no había peligro de insurrección y se negó a aplicar ninguna de las medidas que le planteó la UMRA. Argumentó que estas pondrían verdaderamente en contra de la República a todo el Ejército y que lo que pretendían los militares de la UMRA era desplazar a los militares citados en el escalafón para ocuparlo ellos. Obviamente, Casares Quiroga temía en ese momento más una insurrección revolucionaria de izquierdas que un golpe de derechas...”[6].

Con una actitud contemporizadora frente a los responsables del complot fascista, Azaña destinó al general Mola a Pamplona, donde el 14 de marzo se hizo cargo del gobierno militar y del mando de la 12 Brigada de Infantería. ¡Así era como defendían la “legalidad democrática” los republicanos progresistas, ascendiendo, mimando y favoreciendo a los militares golpistas!

Los preparativos militares en los cuarteles se combinaban con las acciones terroristas de las bandas fascistas de la Falange, especializadas en asesinar trabajadores y atacar los locales de los partidos y los sindicatos obreros. En ese ambiente, cuando el secreto del golpe militar había dejado de serlo y el gobierno era plenamente consciente de lo que se preparaba, los dirigentes republicanos no movieron un solo dedo para prevenirlo, neutralizarlo y aplastarlo utilizando los medios de los que disponían. Es más, su actitud permitió a los golpistas ganar un tiempo precioso y tomar la iniciativa.

En aquellos momentos de máxima gravedad, el Gobierno republicano actuaba con felonía, como prueba la nota oficial que trasladaron a la opinión pública días antes del alzamiento: “El ministro de la guerra se honra en hacer público que toda la oficialidad y clases del ejército español, desde los empleos más altos a los más modestos, se mantienen dentro de los límites de la más estricta disciplina, dispuestos al cumplimiento exacto de sus deberes. Los militares españoles, modelos de abnegación y lealtad, merecen de todos sus conciudadanos el respeto, el afecto y la gratitud que se deben a quienes han hecho, en servicio y defensa de la patria y de la República, la ofrenda de su propia vida si la seguridad y el honor lo exigen”.

Finalmente, el 17 de julio la Guarnición de Marruecos se levantó en armas y el resto de las circunscripciones militares telegrafiadas por Franco prepararon todos los operativos. Aunque el gobierno republicano tenía un conocimiento exhaustivo del levantamiento militar, se negó en redondo a tomar ninguna medida para evitar su extensión: durante 48 horas dejaron todo el terreno libre a los golpistas, sin movilizar las fuerzas leales del ejército ni impartir una sola orden.


¿A quién temía más la “burguesía progresista liberal”, fiel aliada del Frente Popular? ¿A los fascistas o a las masas revolucionarias? Los republicanos en el gobierno se negaban a armar al pueblo, mientras consentían el levantamiento. Ellos podían perder su posición de abogados, el prestigio que les proporcionaban sus columnas en los periódicos, sus ingresos como diputados, pero nunca aceptarían un régimen social diferente al capitalismo.

La burguesía republicana se había opuesto siempre, como así hizo constar en el acuerdo del Frente Popular, a cualquier medida socialista, entonces, ¿Por qué iba a armar a los trabajadores y desencadenar el peligro de la revolución?

Para completar el abandono de su compromiso con la legalidad democrática que decían defender, Martínez Barrio, republicano de derechas nombrado por Azaña para sustituir a Casares Quiroga al frente del Gobierno el mismo 18 de julio, realizó todo tipo de esfuerzos con el beneplácito del presidente de la República al fin de formar un gobierno cívico-militar que diera cabida a los militares golpistas.

En una controvertida conversación entre Martínez Barrio y Mola, el jefe de Gobierno en funciones trató de conseguir el apoyo del general golpista: “En este momento los socialistas están dispuestos a armar al pueblo. Con ello desaparecería la República y la democracia. Debemos pensar en España. Hay que evitar a toda costa la guerra civil. Estoy dispuesto a ofrecerles a ustedes los militares, las carteras que quieran y en las condiciones que quieran”. Pero el general sublevado respondió con desprecio: “Si yo acordase con usted una transacción habríamos los dos traicionado a nuestros ideales y a nuestros hombres. Mereceríamos ambos que nos arrastrasen”.[7]

El golpe fascista es derrotado por la insurrección obrera

No fue el gobierno republicano, en el que los dirigentes reformistas del PSOE y los líderes estalinistas habían confiado, el que derrotó el levantamiento militar. Una vez más fue la acción independiente de la clase trabajadora, el heroísmo, la decisión y audacia de miles de obreros que con los métodos de lucha de clases, la huelga general y la insurrección armada abortaron el triunfo inmediato del golpe fascista.

En medio de la asonada, los dirigentes del PCE y del PSOE hicieron pública una nota muy significativa: “El momento es difícil, pero no desesperado. El Gobierno esta seguro de poseer los medios suficientes para aplastar esta tentativa criminal. En el caso de que estos medios fuesen insuficientes, la República tiene la promesa solemne del Frente Popular. Este está decidido a intervenir en la lucha a partir del momento en que la ayuda le sea pedida. El Gobierno manda y el Frente Popular obedece”.[8]

Estas palabras indicaban que en la cúspide de los partidos de izquierda la situación no era mejor que en los círculos gubernamentales. Toda la “actividad” de los líderes socialistas y estalinistas se reducía a confiar en las órdenes del gobierno republicano, cuando ya había dado sobradas muestras de su completa incapacidad para reaccionar. Conscientes del enorme peligro a que se enfrentaban, los obreros, los campesinos y de entre ellos la juventud revolucionaria, no esperaron las órdenes y las consignas de los representantes gubernamentales—por otra parte inexistentes— y se lanzaron a apropiarse de las armas y asaltar los cuarteles.

Companys, presidente de la Generalitat, al igual que Azaña en Madrid, se negó a distribuir armas entre los trabajadores de Barcelona. Militantes de la CNT-FAI y del POUM asaltaron armerías, tiendas de caza, obras en construcción en busca de dinamita, requisaron las armas que los fascistas ocultaban en sus casas, así como todos los automóviles que pudieron encontrar.

Con este escaso material se enfrentaron, en una lucha desigual desde el punto de vista militar, a las tropas que los fascistas movilizaron. Sin embargo, su arrojo, su moral, su confianza, desmoralizó a los soldados, muchos de los cuales abandonaron su posición para pasarse al bando del pueblo. A pesar de los cientos de obreros que murieron, en la tarde del 19 de julio cayó preso el general Goded, después del cerco al cuartel de Atarazanas


El pueblo en armas había derrotado la sublevación en toda Catalunya ante la pasividad del gobierno de la Generalitat que quedó suspendido en el vacío, sin ninguna base segura en la que apoyarse. “Los combates habían durado unas treinta y seis horas”, señala Abel Paz, “El pueblo de Barcelona, sin armas e incluso contra la voluntad del Gobierno autónomo de la Generalitat, había vencido a los militares y se hallaba prácticamente en la situación de dueño y señor de la ciudad”[9].

Una situación parecida se vivió en Madrid, donde miles de obreros y jóvenes reagrupados el mismo 18 de julio, comenzaron la tarea del armamento. Trabajadores anarquistas, comunistas, socialistas, poumistas, levantaron barricadas en las zonas claves de la ciudad, requisaron y asaltaron los depósitos de armas que pudieron y se arrojaron a la conquista del Cuartel de la Montaña que pasó, después de horas de intenso combate, a manos de los Obreros. La misma situación se repitió en cientos de pueblos y ciudades importantes del país: Valencia, Gijón, Málaga, Santander, Bilbao, Badajoz, Cáceres...

En otras plazas como Sevilla, Oviedo y Zaragoza, los fascistas tuvieron que emplearse a fondo en una represión salvaje contra los obreros que, con las pocas armas que pudieron conseguir, intentaron abortar la sedición. En todas estas ocasiones los trabajadores fueron traicionados por la actitud condescendiente de los líderes republicanos con los mandos militares: en el colmo de su estupidez pensaban que los responsables de la guarniciones respetarían su juramento de fidelidad a la República. Con trucos y engaños, los facciosos neutralizaron a los gobernadores y alcaldes republicanos de estas ciudades y estos a su vez lograron que los dirigentes obreros se fiaran.

Como señala Antony Beevor, “Allí donde los obreros se dejaron convencer por un gobernador civil aterrado ante la perspectiva de provocar el levantamiento de la guarnición local, perdieron la partida y hubieron de pagar el titubeo con sus vidas. Pero si demostraban enseguida que estaban preparados y dispuestos para asaltar los cuarteles, entonces se les unía la mayoría de los guardias de asalto y otras fuerzas de seguridad y conseguían que la guarnición se rindiese”[10].

Incluso este historiador liberal británico tiene que reconocer que fue la acción independiente de las masas lo que hizo fracasar el golpe fascista. De esta manera la clase obrera española volvió a escribir una página heroica de su historia: lo que pretendía ser un triunfo militar aplastante de la contrarrevolución, se transformó en el inicio de la revolución socialista.

Los mandos militares habían previsto un triunfo rápido que les permitiese en pocos días consolidar su dominio sobre la península. En realidad, cuarenta y ocho horas después del golpe, los militares habían sufrido un sonoro fracaso: “Entre el 18 de julio y el primero de agosto de 1936” escribe Abraham Guillén, “la situación política y estratégica del ejército fascista era desesperada. Tenían solamente parte de la meseta y del noroeste de España y una pequeña cabeza de puente en Andalucía. Así pues, el frente norte de los generales golpistas estaba separado del sur. Franco y Mola no tenían sus fuerzas reunidas sino separadas lo cual significaba una gran desventaja estratégica. Los republicanos ocupaban en el mes de julio, las zonas más industrializadas, más ricas y de mayor densidad de población de España: Vasconia, Asturias, Valencia, Madrid y Cataluña.

“Como desventaja geoestratégica, el frente republicano estaba separado por dos zonas geográficas: una formada por Asturias y Vasconia (con el reducto de Oviedo), entre Castilla La Nueva y el mar Cantábrico, con una ancha cabeza formada por parte de Aragón y Navarra. La otra, por las regiones del noreste (Cataluña y parte de Aragón), Levante (Valencia y su región), Murcia, casi toda la costa andaluza mediterránea, la región del Centro, Extremadura y parte de Huelva (…) La mayor parte de la población, los recursos financieros, las fábricas militares y la flota de guerra, en julio de 1936, estaban en manos de los republicanos (...)”[11].

Estalla la revolución

Un ambiente de fervor revolucionario se apoderó de las masas obreras. Ellas y solo ellas organizaron la resistencia armada al fascismo y evitaron un triunfo rápido del golpe militar. En Barcelona, donde el poder estaba en manos de los obreros cenetistas, rápidamente se organizaron columnas de milicianos en dirección a Zaragoza para reconquistar la ciudad y, en cuestión de días, miles voluntarios estaban disponibles y resueltos a luchar en los frentes más amenazados. Al frente de aquella fuerza armada revolucionaria que se dirigió a tierras aragonesas estaba Buenaventura Durruti.

En pocas semanas, Durruti y sus columnas transformaron cada pueblo por el que pasaban o conquistaban en una plaza fuerte de la revolución social. Con el ejemplo de su acción, el líder anarquista pronto se convertiría en una seria amenaza para aquellos que, agazapados tras la bandera del Frente Popular, intentaron estrangular las conquistas revolucionarias de los obreros en armas.


El 24 de julio de 1936, en pleno auge revolucionario en Catalunya, Durruti fue entrevistado en Barcelona por el periodista Van Passen, del diario The Toronto Daily. La entrevista refleja fielmente el estado de ánimo que se respiraba entre el proletariado de todo el país:

V. Passen: ¿Considera ya aplastados a los militares rebeldes?

Durruti: No, todavía no los hemos vencido. Ellos tienen Zaragoza y Pamplona, ahí es donde están los arsenales y las fábricas de municiones, tenemos que tomar Zaragoza y después saldremos al encuentro de las tropas compuestas de legionarios extranjeros que ascienden desde el sur mandados por el General Franco. Dentro de dos o tres semanas nos encontraremos entregados en batallas decisivas.

V. Passen: ¿Dos o tres semanas?

Durruti: Dos o tres semanas o quizás un mes, la lucha se prolongara como mínimo todo el mes de agosto. El pueblo obrero esta armado. En esta contienda el ejército no cuenta, hay dos campos: los hombres que luchan por la libertad y los que luchan por aplastarla. Todos los trabajadores de España saben que si triunfa el fascismo vendrá el hambre y la esclavitud. Pero los fascistas también saben lo que les espera si pierden, por eso la lucha es implacable. Para nosotros de lo que se trata es de aplastar el fascismo de manera que no pueda levantar jamás la cabeza en España. Estamos decididos a terminar de una vez por todas con él, y esto a pesar del gobierno.

V. Passen: ¿Por qué dice usted a pesar del gobierno? ¿Acaso no está luchando este gobierno contra la rebelión fascista?

Durruti: Ningún gobierno del mundo pelea contra el fascismo hasta suprimirlo. Cuando la burguesía ve que el poder se le escapa de las manos recurre al fascismo para mantener el poder de sus privilegios, y esto es lo que ocurre en España. Si el gobierno republicano hubiese deseado terminar con los elementos fascistas, hace ya mucho tiempo que hubieran podido hacerlo y, en lugar de eso, temporizan, transigen y malgastan su tiempo buscando compromisos y acuerdos con ellos. Aun en estos momentos hay miembros del gobierno que desean tomar medidas muy moderadas contra los fascistas. Quién sabe si aún el gobierno espera utilizar las fuerzas rebeldes para aplastar el movimiento revolucionario desencadenado por los obreros.

V. Passen: ¿Entonces usted ve dificultades aun después que los rebeldes sean vencidos?

Durruti: Efectivamente. Habrá resistencia por parte de la burguesía que no aceptara someterse a la revolución que nosotros mantendremos con toda su fuerza.

V. Passen: Largo Caballero e Indalecio Prieto han afirmado que la misión del Frente Popular es salvar la Republica y restaurar el orden burgués, y usted Durruti, usted dice que el pueblo quiere llevar la revolución lo más lejos posible, ¿Cómo interpretar esta contradicción?

Durruti: El antagonismo es evidente. Como demócratas burgueses esos señores no pueden tener otras ideas que las que profesan. Pero el pueblo, la clase obrera, está cansada de que se le engañe, los trabajadores saben lo que quieren, nosotros luchamos no por el pueblo, sino con el pueblo, es decir por la revolución dentro de la revolución. Nosotros tenemos conciencia de que en esta lucha estamos solos y que no podemos contar nada más que nosotros mismos. Para nosotros no quiere decir nada que exista una Unión Soviética en una parte del mundo, porque sabíamos de antemano cuál era su actitud en relación a nuestra revolución. Para la Unión Soviética lo único que cuenta es tranquilizar, para gozar de esa tranquilidad, Stalin sacrifico a los trabajadores alemanes a la barbarie fascista, antes fueron los obreros chinos que resultaron victimas de ese abandono. Nosotros estamos aleccionados y deseamos llevar nuestra revolución hacia delante por que la queremos aquí, en España, ahora y no quizá mañana después de la próxima guerra europea. Nuestra actitud es un ejemplo de que estamos dando a Hitler y Mussolini más quebraderos de cabeza que el Ejército Rojo, porque temen que sus pueblos inspirándose en nosotros se contagien y terminen con el fascismo en Alemania y en Italia, pero ese temor también lo comparte Stalin, porque el triunfo de nuestra revolución tiene necesariamente que repercutir en el pueblo ruso.

V. Passen: ¿Espera usted alguna ayuda de Francia o Inglaterra ahora que Hitler y Mussolini han comenzado a ayudar a los militares rebeldes?

Durruti: Yo no espero ayuda para una revolución libertaria de ningún gobierno del mundo. Puede ser que los intereses en conflicto de imperialismo diferentes tendrán alguna influencia en nuestra lucha, eso es posible. El general Franco está haciendo todo lo posible para arrastrar a Europa a una guerra y no dudara un instante en lanzar a Alemania en contra nuestra. Pero a fin de cuentas yo no espero ayuda de nadie, ni siquiera en última instancia de nuestro gobierno.

V. Passen: ¿Pueden ustedes ganar solos? Aun cuando ustedes ganaran, heredarían montones de ruinas.

Durruti: Siempre hemos vivido en la miseria y nos acomodaremos a ella durante algún tiempo, pero no olvide que los obreros somos los únicos productores de riqueza. Somos nosotros los obreros los que hacemos marchar las maquinas a las industrias, los que extraemos el carbón y los minerales de las minas, lo que construimos ciudades. ¿Por qué no vamos pues a construir y aun en mejores condiciones para reemplazar lo destruido? La ruina no nos da miedo. Sabemos que no vamos a heredar nada más que ruina por que la burguesía tratara de arruinar el mundo en la última fase de su historia. Pero a nosotros no nos dan miedo las ruinas, porque llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones. Este mundo está creciendo en este instante”.

Al final de la entrevista, el periodista Van Passen reconoció: “Este hombre representa a una organización sindical que cuenta aproximadamente con dos millones de afiliados y sin cuya colaboración la Republica no puede hacer nada incluso en el supuesto de una victoria sobre los sublevados. Yo quise conocer su pensamiento porque para entender lo que está sucediendo en España es preciso saber cómo piensan los trabajadores, por esa razón he interrogado a Durruti, porque por su importancia popular es un auténtico y característico representante de los trabajadores en armas. De sus respuestas resulta claramente que Moscú no tiene ninguna influencia ni autoridad para hablar en nombre de los trabajadores españoles. Según Durruti ninguno de los estados europeos se siente atraído por el sentimiento libertario de la revolución española, sino deseosos de estrangularla”.

El levantamiento armado de los trabajadores fue la señal inequívoca de un cambio dramático en la situación. En centenares de grandes y pequeñas ciudades, en miles de pueblos, el poder real ya no se encontraba en los gobiernos civiles o ayuntamientos. Las instituciones “legales” del Estado republicano habían dejado de funcionar y, en la práctica, el único poder real existente era el de los obreros en armas y sus organizaciones, que inmediatamente empezaron a formar y desarrollar sus comités y sus milicias para establecer la defensa armada de sus ciudades y la ofensiva militar contra el levantamiento fascista.

Marx y Engels subrayaron que en última instancia el Estado son grupos de hombres armados en defensa de la propiedad privada. Después del 19 de julio, el Estado burgués en la España republicana había sufrido un golpe demoledor. Sin fuerzas armadas leales, sin instituciones con poder real, enfrentados al armamento de los trabajadores, Azaña y su gobierno podían implorar, pero no gobernar. ¿Se puede imaginar condiciones más favorables para la toma del poder y el establecimiento de una república socialista que organizase una guerra revolucionaria contra el fascismo?

Fernando Claudin lo reconoce sin ambigüedad en el libro citado anteriormente: “Las jornadas de julio pusieron plenamente de manifiesto hasta qué punto la revolución proletaria había “madurado” en España, hasta qué punto la correlación de fuerzas le era favorable. (...) El Estado republicano se derrumbó como un castillo de naipes y el comportamiento pasivo, vacilante, cuando no francamente capitulador, de las autoridades legales y de la mayor parte de los dirigentes de los partidos republicanos pequeño burgueses, contribuyó no poco a los escasos éxitos de las fuerzas contrarrevolucionarias. Al cabo de los primeros días de combate la revolución no había vencido definitivamente, pero la correlación de fuerzas en el conjunto del país le era francamente favorable (...)”[12].

Azaña y el efímero gobierno de Martinez Barrio quedaron literalmente arrinconados, incapaces de reaccionar ante la enérgica actuación de las masas y obligados a sancionar lo que en la práctica eran ya hechos consumados. Una situación de doble poder se extendió por todo el país. En cada distrito, ciudad y pueblo, los partidos y los sindicatos organizaban sus propias milicias para defenderse y preparar el contraataque en el terreno militar.

Al mismo tiempo, la revolución apuntó directamente hacia la disolución de las relaciones de propiedad capitalista mediante la incautación de miles de empresas y fábricas por parte de comités encabezados por militantes de CNT-UGT. Esta situación alcanzó su máximo apogeo en el caso de Barcelona y Cataluña, donde los comités de CNT se entregaron a la obra colectivizadora de cientos de fábricas incautadas en todos los sectores productivos, así como al control de sectores estratégicos como los transportes, la producción eléctrica o las comunicaciones.

Exactamente igual ocurría en el campo, donde la acción enérgica de miles de militantes confederales y también ugetistas, puso las tierras de los caciques y de los medianos propietarios en manos de las colectividades que se organizaron por todo el territorio republicano, y que en Aragón y Catalunya adquirirían unas dimensiones formidables.

Desde el punto de vista de las realizaciones revolucionarias, las tareas de la revolución democrático-burguesas fueron satisfechas en pocas semanas gracias a la actuación de los obreros en armas. Pero esta acción colectiva de la clase obrera y el campesinado pobre no respetó el marco del capitalismo, fue mucho más lejos, enlazando las realizaciones democráticas con medidas abiertamente socialistas.

Igual que en el periodo de febrero a octubre de 1917 en Rusia, pero en esta ocasión de una manera mucho más concentrada en un lapso más reducido de tiempo, la revolución española abordó las tareas socialistas con profundidad y extensión. Las conquistas de julio a octubre de 1936 en lo referido a incautaciones de la propiedad capitalista, tanto de fábricas como de tierras, y la extensión del control obrero sobre la actividad productiva, fue mayor que la realizada por los bolcheviques en los meses inmediatamente posteriores a octubre de 1917. Incluso en el campo, los bolcheviques tuvieron que adoptar el programa de los socialistas revolucionarios, es decir, la entrega de la propiedad de la tierra al campesinado y no su colectivización. En el caso del Estado español, la colectivización de la tierra fue asumida de forma natural por decenas de miles de campesinos y jornaleros que habían visto sus expectativas frustradas durante años de promesas, y tras una ley de reforma agraria que dejó intacto el poder de los terratenientes.

A pesar de las magníficas perspectivas que se abrían para los oprimidos, el resultado final en la España de 1936 fue muy diferente a la de Rusia de 1917. La causa fundamental de este hecho no se explica por la actitud de las masas obreras y campesinas españolas, sobradas de conciencia, preparación y decisión revolucionaria. El factor decisivo y cualitativo fue que en Rusia existía un gobierno obrero que llamaba a completar la revolución y que encabezaba la acción de las masas, dándola cobertura y fortaleciéndola a través de la abolición de las instituciones de la legalidad burguesa, como el Parlamento (léase Asamblea Constituyente) y sustituyéndolas en todo el territorio ruso por los nuevos órganos del poder socialista: los sóviets de obreros y campesinos.


En el caso de la revolución española, no existía un gobierno como el de Lenin y Trotsky ni un partido bolchevique con influencia entre las masas. El estalinismo, que usurpó la bandera del comunismo en estos titánicos acontecimientos, se comportó de una forma diametralmente opuesta a la de los bolcheviques en 1917. En la práctica, jugó el mismo papel que el menchevismo y los dirigentes socialdemócratas alemanes en la revolución de 1918-1919, con su hostilidad manifiesta a las realizaciones revolucionarias del proletariado.

Como los hechos indicaron en todo momento, los dirigentes estalinistas, en contra del entusiasmo y el valor de miles de militantes del Partido Comunista, no lucharon por el poder obrero ni por el derrocamiento del capitalismo. Todos sus esfuerzos se dirigieron desde el primer instante de la revolución a constreñir el combate de los trabajadores, tanto en el frente como en la retaguardia, a la defensa de la República “democrática”. Ello implicaba, naturalmente, la reconstrucción del Estado burgués que había sido parcialmente demolido tras el 19 de julio, y la supresión de todas las conquistas revolucionarias del proletariado y el campesinado.

Y esta tarea fue llevada a cabo con energía. No en vano, la revolución española coincidió en el tiempo con las grandes purgas organizadas por Stalin para acabar con la oposición leninista dentro del Partido Comunista de la URSS. La posibilidad de un triunfo revolucionario en España que pudiera inspirar a los obreros soviéticos se había convertido en una auténtica amenaza para la camarilla burocrática que había usurpado el poder en Rusia.

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Notas.

[1] Edward Malefakis, Reforma agraria y revolución campesina en la España del siglo XX. Ed. Ariel, Barcelona, 1976, pp. 92 y 325.

[2] Julián Casanova, De la calle al frente. El anarcosindicalismo en España (1921-1939). Editorial Crítica, Barcelona 1997, pp. 20-21.

[3] León Trotsky, ¿Adónde va Francia? Fundación Federico Engels, Madrid 2006.

[4] Fernando Claudin, La crisis del movimiento comunista. Ibérica de Ediciones y Publicaciones, Barcelona 1978, pp. 174, 177.

[5] Ibíd.

[6] Julio Busquets, Ruido de Sables. Las conspiraciones militares en la España del siglo XX. Crítica, Barcelona 2003, p 67.

[7] Burnett Bolloten, La guerra civil española. Revolución y contrarrevolución. Alianza editorial, Madrid, 1995 p. 100.

[8] Vernon Richards, Enseñanzas de la revolución española. Campo Abierto Ediciones, Madrid 1977, p. 26.

[9] Abel Paz, La guerra de España, paradigma de una revolución. Flor del Viento Ediciones, Barcelona 2005, p. 26.

[10] Anthony Beevor, La guerra civil española. Editorial Crítica, Barcelona, p.82.

[11] Abraham Guillén, El error militar de las izquierdas. Estrategia de la guerra revolucionaria. Editorial Hacer, Barcelona, 1980, p. 9.

[12] Fernando Claudin, Op. Cit., p. 179.


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