Como parte de las iniciativas para conmemorar el centenario de su muerte, la FFE vuelve a publicar el clásico de Lenin, una obra excepcional del marxismo revolucionario y de rabiosa actualidad para entender las políticas y tácticas bolcheviques en la construcción del partido revolucionario.
Una edición que cuenta con una nueva traducción revisada y una introducción a cargo de Juan Ignacio Ramos, secretario general de Izquierda Revolucionaria, y que publicamos a continuación.
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El 24 de enero de 1919, la dirección del Partido Comunista Ruso (bolchevique) junto a los partidos comunistas polaco, húngaro, alemán, austriaco, letón, finlandés, al Partido Socialista Obrero Norteamericano y la Federación Socialista Balcánica realizaron el siguiente llamamiento:
«Los partidos y organizaciones abajo firmantes consideran como una imperiosa necesidad la reunión del I Congreso de la nueva Internacional revolucionaria. Durante la guerra y la revolución se puso de manifiesto no solo la total bancarrota de los viejos partidos socialistas y socialdemócratas y con ellos de la Segunda Internacional, sino también la incapacidad de los elementos centristas de la vieja socialdemocracia para la acción revolucionaria. Al mismo tiempo, se perfilan claramente los contornos de una verdadera Internacional revolucionaria».
El Congreso fundacional de la Tercera Internacional se reunió en Petrogrado, entre el 2 y el 6 de marzo de 1919, cuando el joven Estado obrero soviético estaba sometido al cerco de la intervención militar imperialista. Aunque bastantes delegados de organizaciones y tendencias revolucionarias no pudieran participar, bien porque fueron detenidos en los países fronterizos con Rusia, encarcelados en sus propias naciones antes de partir, o porque llegaron después de celebrado, aquella reunión pionera tuvo una trascendencia histórica y estableció las bases políticas de la nueva Internacional, delineadas en los años precedentes por Lenin y sometidas a la prueba de la práctica durante la Revolución de Octubre de 1917.
La Internacional Comunista nació como respuesta a la carnicería imperialista, nutrida por la sangre de millones de trabajadores muertos en las trincheras para mayor gloria y beneficio de la burguesía mundial, y se cimentó en una dura lucha ideológica contra la degeneración socialpatriota y oportunista de la Segunda Internacional.
Rescatando la teoría marxista sobre la lucha de clases y la concepción materialista del Estado, considerando la democracia burguesa como la envoltura política de la dictadura capitalista sobre el proletariado (las tesis elaboradas por Lenin, Democracia y dictadura, son un ejemplo relevante al respecto), la nueva Internacional volvió a dignificar el llamamiento de El Manifiesto Comunista, ¡Proletarios de todos los países, uníos!
En palabras de Lenin[1]:
«La Tercera Internacional fue fundada bajo una situación mundial en que ni las prohibiciones ni los pequeños y mezquinos subterfugios de los imperialistas de la Entente o de los lacayos del capitalismo, como Scheidemann en Alemania y Renner en Austria, son capaces de impedir que entre la clase obrera del mundo entero se difundan las noticias acerca de esta Internacional y las simpatías que ella despierta.
Esta situación ha sido creada por la revolución proletaria que, de un modo evidente, se está incrementando en todas partes cada día, cada hora. Esta situación ha sido creada por el movimiento soviético entre las masas trabajadoras, el cual ha alcanzado ya una potencia tal que se ha convertido verdaderamente en un movimiento internacional».
Revolución en Europa
El triunfo de Octubre y la oleada revolucionaria, que se extendió a numerosos países europeos, sacudieron profundamente las organizaciones socialdemócratas y los sindicatos. Surgieron tendencias comunistas en la mayoría de los viejos partidos de la Segunda Internacional y se produjo una masiva afluencia de obreros a las filas de la Internacional Comunista. La presión de la base fue de tal envergadura que no pocos dirigentes, que en el pasado habían mantenido posiciones reformistas y socialpatriotas, tuvieron que manifestar su apoyo, de palabra, a la nueva organización.
El crecimiento de la Internacional Comunista fue vertiginoso: el Partido Socialista Italiano envió su adhesión en marzo de 1919; en mayo lo hicieron el Partido Laborista Noruego y el Partido Socialista Búlgaro; en junio el Partido Socialista de Izquierda Sueco y el Partido Socialista Comunista Húngaro.
En Francia, los comunistas ganaron la mayoría del Partido Socialista en el Congreso de Tours (1920): el ala de derechas se escindió con 30.000 miembros y el Partido Comunista Francés se creó con 130.000. El Partido Socialdemócrata Independiente de Alemania (USPD) aprobó por una gran mayoría, en el Congreso de Halle de octubre de 1920, fusionarse con el Partido Comunista Alemán (KPD), que se transformó en una organización de masas. Acontecimientos similares ocurrieron en Checoslovaquia.
El éxito de la nueva Internacional no solo atestiguaba el potencial existente para la toma del poder y el avance colosal en la conciencia revolucionaria y socialista de millones de proletarios. También provocó un pánico generalizado en la clase dominante, en los Estados Mayores de los Ejércitos, en la Bolsa o en la jerarquía eclesiástica. Todos los poderes del viejo orden y sus agentes políticos se movilizaron para conjurar la amenaza de la revolución socialista con todos los medios a su alcance, parlamentarios y extraparlamentarios, legales e ilegales, pacíficos y abiertamente violentos.
Empezando por Alemania, los capitalistas aplastaron la revolución de los consejos obreros utilizando a la socialdemocracia. Los corruptos dirigentes socialpatriotas no vacilaron a la hora de actuar como perros de presa y colaboraron con las fuerzas militares de extrema derecha para masacrar a los obreros insurrectos en Berlín y en muchas otras ciudades. En enero de 1919, el frente único entre el SPD, los generales del Reich, las bandas militares de extrema derecha y la burguesía logró asestar un golpe demoledor, incluido el asesinato de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, dirigentes históricos del movimiento marxista internacional y del recién fundado Partido Comunista Alemán.
A estas derrotas se sumaron otras, en Austria, en Hungría, en Italia, en el Estado español… Las jóvenes fuerzas del comunismo europeo tuvieron que sortear grandes obstáculos, una despiadada represión policial, cárcel y persecuciones. Y también lidiaron con otro tipo de dificultades, más sutiles pero no menos importantes, derivadas de la falta de experiencia política y de la entrada en sus filas de arribistas que no habían roto sus ataduras con el oportunismo.
Lucha contra el reformismo
Dirigentes experimentados que habían sostenido la colaboración de clases del periodo precedente, y que a lo más que llegaron fue a defender una línea pacifista y conciliadora con los socialpatriotas pero en ningún caso revolucionaria, no querían perder su ascendencia entre las masas obreras de sus países. Presionados por el ambiente insurreccional y por el giro a la izquierda tan potente en la sociedad, aceptaron de palabra la victoria bolchevique y demagógicamente se proclamaban partidarios de Lenin. Obviamente en la práctica actuaban como cretinos parlamentarios y manifestaban una completa aversión hacia el marxismo revolucionario genuino.
En el II Congreso —celebrado en Moscú entre el 19 de julio y el 7 de agosto de 1920— se intentó contrarrestar el peligro del oportunismo con la aprobación de las veintiuna condiciones para la afiliación a la Internacional Comunista, en las que, además de exigir un apoyo público y práctico al nuevo Estado soviético en Rusia y a la lucha contra la agresión imperialista, se requería a todos los partidos afiliados que sostuvieran una política de independencia de clase rompiendo con el programa de los imperialistas estadounidenses dirigidos por el presidente Wilson (el desarme, la Liga de las Naciones…).
El punto séptimo de estas condiciones era claro: «La Internacional Comunista exige rotunda y categóricamente que tal ruptura se produzca lo antes posible. La Internacional Comunista no puede permitir que oportunistas tristemente famosos, como Turati, Modigliani, Kautsky, Hilferding, Hillquit, Longuet, MacDonald, etc., tengan el derecho de pasar por miembros de la Internacional Comunista. Esto no podría dejar de llevar a la Internacional Comunista a un estado de ruina similar al de la Segunda Internacional».
El Congreso también ratificó sus diferencias principistas con el régimen interno de la Segunda Internacional y su rechazo a las relaciones diplomáticas típicas en los aparatos socialdemócratas, que hacían de la Internacional una federación de partidos autónomos que toleraba posturas contrarias y divergentes en aspectos decisivos para la lucha unida de la clase obrera. La Internacional Comunista, como partido mundial de la revolución socialista, se construyó sobre la base de un programa y una acción común y los métodos del centralismo democrático.
Como era de esperar, muchos de los dirigentes oportunistas a quienes el II Congreso impidió afiliarse tardaron poco en desenmascararse. Apoyaron y se unieron a la Internacional Segunda y Media, que agrupó durante una corta temporada a los austromarxistas (Otto Bauer, Max Adler), a lo que quedaba del USPD alemán, los longuetistas franceses, el Partido Laborista Independiente británico (ILP) y otros cuantos.
Pero en aquella época de revolución y contrarrevolución el intento de establecer una organización intermedia entre la Segunda Internacional socialpatriota y la nueva Internacional Comunista fracasó sin pena ni gloria. Numerosos militantes honestos y revolucionarios se sumaron a los comunistas, mientras los líderes conciliadores se reunificaron en 1923 con la vieja Internacional socialdemócrata.
Tendencias sectarias
Mientras el fenómeno del oportunismo era enfrentado con un éxito razonable, empezaron a surgir tendencias que acusaban una gran impaciencia por la falta de triunfos revolucionarios rápidos. Volviendo su mirada hacia atajos políticos y organizativos, el ultraizquierdismo se extendió en las filas de la Internacional Comunista y generó un encendido debate sobre la experiencia histórica del bolchevismo, incluyendo aspectos relevantes de la teoría marxista y las tácticas revolucionarias.
Indignados por la traición de los viejos partidos reformistas, y con una compresión muy limitada de la política del bolchevismo y el marxismo en general, muchos de los partidos comunistas recientemente fundados, empezando por el alemán y siguiendo por el británico, el holandés, el norteamericano y otros, se vieron afectados por esta enfermedad “infantil”, como la definió Lenin.
El II Congreso de la Internacional Comunista dedicó un amplio espacio al debate y Lenin y Trotsky se esforzaron por convencer a estos elementos —entre los que había revolucionarios irreprochables— de las trágicas consecuencias que podría acarrear una política semejante.
En el Manifiesto del Congreso, escrito por Trotsky, se respondía con bastante claridad a las tesis izquierdistas[2]:
«La Internacional Comunista es el partido internacional de la insurrección proletaria y de la dictadura proletaria. Para ella no existen otros objetivos ni otros problemas que los de la clase obrera. Las pretensiones de las pequeñas sectas, cada una de las cuales quiere salvar a la clase obrera a su modo, son extrañas y contrarias al espíritu de la Internacional Comunista.
Esta no posee la panacea universal, el remedio infalible para todos los males, sino que saca lecciones de la experiencia de la clase obrera en el pasado y en el presente, y esta experiencia le sirve para reparar sus errores y desviaciones. De allí extrae un plan general y solo reconoce y adopta las fórmulas revolucionarias de la acción de masas.
Organización sindical, huelga económica y política, boicot, elecciones parlamentarias y municipales, tribuna parlamentaria, propaganda legal e ilegal, organizaciones clandestinas en el seno del ejército, trabajo cooperativo, barricadas, la Internacional Comunista no rechaza ninguna de las formas organizativas o de lucha creadas en el transcurso del desarrollo del movimiento obrero, pero tampoco consagra a ninguna en calidad de panacea universal.
El sistema de los sóviets no es únicamente un principio abstracto que los comunistas quieren oponer al sistema parlamentario. Los sóviets son un aparato del poder proletario que, a través de la lucha y solo mediante esta lucha, deben remplazar al parlamentarismo.
A la vez que combate de la manera más decidida el reformismo de los sindicatos, el arribismo y el cretinismo de los parlamentos, la Internacional Comunista no deja de condenar el sectarismo de aquellos que invitan a los proletarios a abandonar las filas de organizaciones sindicales que cuentan con millones de miembros y a ignorar a las instituciones parlamentarias y municipales. Los comunistas de ningún modo se alejan de las masas engañadas y vendidas por los reformistas y los patriotas, sino que aceptan luchar con ellas dentro de las organizaciones de masas y de las instituciones creadas por la sociedad burguesa, de manera que se pueda acabar con esta última rápidamente».
Ayer y hoy
Los puntos esenciales que proponían los izquierdistas en aquel periodo siguen siendo muy similares, con tal o cual variación, a los que plantean en la actualidad las organizaciones sectarias. Aunque para ser justos con aquella generación pionera, las formaciones ultraizquierdistas actuales carecen de raíces y militancia real entre la clase trabajadora y su composición es mayoritariamente universitaria y de clase media. Muchos de estos grupos hablan en nombre del “proletariado”, pero sus experiencias directas en la lucha obrera o su contacto con auténticos proletarios es muy limitado o marginal.
Las políticas ultraizquierdistas fueron duramente criticadas por los dirigentes bolcheviques, que se esforzaron por esclarecer los aspectos principistas en discusión y delimitar este sectarismo infantil de las auténticas tradiciones, programa y tácticas que permitieron al bolchevismo dirigir la revolución a su triunfo.
A ese fin dedicó Lenin esta magnífica obra, El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo. Una joya mayúscula del arsenal teórico del marxismo que todo militante que quiera entender la política comunista y su método debe estudiar con atención. Y debe hacerlo sin ningún prejuicio, de forma seria y abierta, pues extraerá grandes conclusiones y sabrá apreciar lo que ayuda —y lo que no ayuda— a la construcción de un partido comunista digno de tal nombre.
Por supuesto, este libro ha sido envilecido y tergiversado por muchos dirigentes que se definen como “comunistas”, pero que en realidad defienden y practican ideas reformistas y estalinistas. ¿Quién no ha escuchado en alguna ocasión a estos burócratas acusar de “izquierdistas” a militantes honestos por criticar su degeneración política y su justificación de la colaboración de clases? ¿Cuántas veces individuos sin escrúpulos han sacado a relucir frases de Lenin para encubrir su traición al socialismo?
Estas páginas representan una declaración de guerra contra ese filisteísmo repulsivo, al que Lenin precisamente responsabiliza de ser el mayor obstáculo para el triunfo de la clase obrera.
Pero volviendo al izquierdismo. En los años veinte del siglo XX, igual que en la década de los veinte del siglo XXI, los ultraizquierdistas de pronuncian contra el trabajo y la intervención en las organizaciones de masas, especialmente en los sindicatos, declaran la guerra a las elecciones parlamentarias en toda circunstancia y agitan la consigna del boicot electoral o la abstención, igualando a todas las formaciones y partidos de la izquierda, sean del signo que sean y sea cual sea su trayectoria, como agentes del capital.
Ayer como hoy, el izquierdismo “comunista” está lleno de los lugares comunes del anarquismo. Al cretinismo parlamentario contraponen el cretinismo antiparlamentario. Ante la influencia de los sindicatos reformistas se encogen de hombros y responden creando pequeñas sectas sindicales o, ni siquiera eso, rechazan frontalmente los sindicatos proclamando su caducidad histórica, se aíslan de la clase y de su vanguardia, y lejos de debilitar a la burocracia, en realidad, la fortalecen.
Los ultraizquierdistas, que siempre apelan a la «reconstrucción del Partido Comunista» y lo hacen en nombre del proletariado, ocultan cuidadosamente este libro a sus seguidores. Nunca lo citan ni animan a su estudio.
La razón de ello es obvia. Lenin escribió este folleto deteniéndose y reflexionando sobre la historia y los aspectos fundamentales de la política bolchevique que permitieron abordar con un éxito evidente las tareas de la revolución socialista y que es mucho más que la acción insurreccional, la lucha armada o la denuncia sin cuartel de los partidos conciliadores.
El bolchevismo fue, ante todo, una escuela de táctica y estrategia revolucionaria, refractaria de las fórmulas y esquemas doctrinarios tan manoseados por los sectarios. Por eso Lenin responde cuidadosamente a cuestiones fundamentales: ¿deben los comunistas rechazar los acuerdos con organizaciones no comunistas? ¿Es lícito boicotear las elecciones o abstenerse de la lucha electoral y parlamentaria? ¿Es posible construir el Partido Comunista renunciando a trabajar en los sindicatos y otras organizaciones de masas de los trabajadores por el hecho de que estén dirigidas por socialdemócratas y reformistas? ¿Cuáles son las tácticas que permiten a los comunistas avanzar en el movimiento obrero y elevar el nivel de conciencia socialista?
Podríamos colocar ahora decenas de citas demoledoras de Lenin que responden a estos interrogantes. Pero mucho mejor leer el libro, entrar en contacto directo con el genuino pensamiento leninista y no con esos sucedáneos que, en muchos círculos izquierdistas, se hacen pasar como comunismo o incluso leninismo.
He aquí un compendio, serio y vibrante, de ideas que siguen teniendo una actualidad evidente. El estudio de estas páginas abrirá muchas mentes y esclarecerá concepciones y malos entendidos, pues no en vano, tal como señala Lenin al comienzo de esta obra, «los bolcheviques empezaron su lucha victoriosa contra la república parlamentaria (de hecho) burguesa y contra los mencheviques con suma prudencia y no la prepararon, ni mucho menos, con la sencillez que se imaginan hoy frecuentemente en Europa y América. Al comienzo del periodo mencionado no incitamos a derribar el Gobierno, sino que explicamos la imposibilidad de hacerlo sin modificar previamente la composición y el estado de ánimo de los sóviets. No declaramos el boicot al parlamento burgués, a la Constituyente, sino que dijimos —a partir de la Conferencia de nuestro partido celebrada en abril de 1917 lo dijimos oficialmente en nombre del Partido— que una república burguesa con una Constituyente era preferible a la misma república sin Constituyente, pero que la república “obrera y campesina” soviética es mejor que cualquier república democrático-burguesa, parlamentaria. Sin esta preparación prudente, minuciosa, circunspecta y prolongada no hubiésemos podido alcanzar ni mantener la victoria de Octubre de 1917».
Enero de 2024, año del centenario de la muerte de Lenin.
Notas:
[1] V. I. Lenin, La Internacional Comunista y su lugar en la historia. En defensa de la Revolución de Octubre, Fundación Federico Engels, Madrid, 2007.
[2] Manifiesto del II Congreso, en La Internacional Comunista. Tesis, manifiestos y resoluciones de los cuatro primeros congresos, Fundación Federico Engels, Madrid, 2010.