Tras la entrevista entre Trump y Putin en Alaska el pasado agosto y varios meses de negociaciones intensas, parece que la firma de un acuerdo de paz que ponga fin a la guerra de Ucrania puede estar cerca.
El 20 de noviembre los medios de comunicación de todo el mundo se hicieron eco del plan de 28 puntos propuesto por Trump que recoge, casi en su totalidad, las reclamaciones del Kremlin. Varios medios llegaron incluso a especular que el documento había sido redactado en Moscú y que el Gobierno norteamericano se había limitado a traducirlo al inglés. Putin ha hecho declaraciones posteriores desmintiendo que conociese la propuesta. Pero conocemos de sobra las maniobras de la diplomacia. Lo importante es entender porque Trump plantea esta salida y cuáles son las tendencias de fondo para que un acuerdo de esta naturaleza pueda llegar a buen puerto.
En los siguientes días al anuncio se desarrollaron en Ginebra conversaciones a tres bandas entre EEUU, la UE y Ucrania, con resultados muy amargos para los belicistas europeos, que podrían verse obligados a transigir con lo que desde el inicio del conflicto proclamaban con grandilocuencia que jamás aceptarían. En próximas fechas se celebrará una nueva cumbre entre EEUU y Rusia, las dos potencias que, a pesar del teatrillo de los gobernantes de Bruselas, son las únicas con capacidad de decidir cuándo y cómo finalizará esta guerra.

Una indiscutible victoria rusa
Por supuesto, no es descartable que la redacción de los puntos del plan de Trump pueda ser modificada para dulcificar la amarga y humillante píldora que los gobernantes de la UE y el Gobierno ucraniano van a tener que tragar, pero todo indica que no hay marcha atrás en el reconocimiento de la victoria de Putin y su régimen.
Ni en el campo de batalla ni en la guerra económica contra Rusia, ejecutada a través de todo tipo de sanciones comerciales, financieras y de la incautación de grandes reservas económicas en el exterior, han podido las potencias occidentales doblegar la maquinaria militar del imperialismo ruso ni el apoyo económico y financiero que ha prestado China al régimen de Putin.
El nuevo bloque imperialista que se articula en torno a Beijing ha demostrado con contundencia que su poderío está en condiciones de desafiar y resistir con éxito la ofensiva lanzada contra Putin tras el sangriento Euromaidán ucraniano de los años 2013 y 2014.
La propuesta de Trump reconoce este hecho y asume las principales reclamaciones de Putin: reducción de las futuras FFAA de Ucrania a 600.000 efectivos, cláusula en la Constitución ucraniana impidiendo el ingreso en la OTAN e inclusión en los estatutos de la OTAN de una disposición que impida la futura adhesión de Ucrania, renuncia a estacionar tropas de países de la OTAN en suelo ucraniano, reanudación del funcionamiento de la central nuclear de Zaporiyia con reparto a partes iguales entre Rusia y Ucrania de la electricidad producida, y, como culminación de la aceptación abierta de la derrota, reconocimiento como territorio ruso de Crimea, Lugansk y Donetsk, incluidos los territorios todavía controlados por el ejército ucraniano, y congelación de la línea del frente en las regiones de Jersón y Zaporiyia, lo que equivaldrá a un reconocimiento de facto de la soberanía rusa en esos territorios.
Trump aprovecha la derrota para salir lo mejor parado en el reparto del botín
Desde el inicio de su mandato, Trump y su equipo de gobierno -que, no lo olvidemos, está plagado de representantes directos del gran capital norteamericano- han dejado claro que la guerra de Ucrania estaba perdida y que el dinero gastado por Biden en apoyar a Zelensky era dinero tirado a la basura.
Pese a las críticas de Trump, el respaldo de Biden estuvo muy lejos de ser desinteresado. La Unión Europea lo pagó con creces al verse obligada a sustituir el gas ruso por gas norteamericano cuatro veces más caro, y pagar a precio de oro una gran parte de los suministros militares entregados a Ucrania a las empresas de defensa estadounidenses.

La consecuencia de estas cargas económicas, asumidas dócilmente por los gobernantes de la UE y por una clase dominante europea que desde hace muchos años ha subordinado su suerte a la oligarquía financiera yanqui, ha sido una grave recesión en Alemania y el empobrecimiento generalizado de la clase trabajadora del viejo continente.
Pero estos sacrificios europeos todavía son poco para Trump. La burguesía norteamericana es consciente de que no solo ha perdido una batalla fundamental, sino de que su posición ante los futuros e inevitables choque con el capitalismo chino se ha debilitado sobremanera.
Por eso el plan intenta mitigar la derrota reestableciendo las relaciones económicas con Rusia e intentando recuperar las importantes posiciones que el capital norteamericano alcanzó en ese país en los tiempos de Boris Yeltsin.
En consecuencia, el plan de Trump contempla la reintegración de Rusia a la economía global y al G-8. Las sanciones serían levantadas y Rusia y EEUU firmarían un acuerdo de cooperación económica a largo plazo para un desarrollo mutuo en energía, recursos naturales, infraestructura, inteligencia artificial, centros de datos o proyectos de minería en el Ártico y, por supuesto, para garantizar la explotación estadounidense de los recursos mineros de Ucrania en la postguerra inmediata.
El futuro de los fondos congelados a Rusia también está incluido en la propuesta de Trump, con ventajas escandalosas para EEUU y con un castigo adicional a los países de la UE, que tendrían que aportar 100.000 millones de dólares a fondo perdido para la reconstrucción de Ucrania. A estos fondos se añadiría una cantidad casi similar (86.000 millones) detraída de los activos rusos congelados, y esta inmensa masa de dinero sería administrada por EEUU que recibiría, con la bendición de Moscú, el 50% de los beneficios de esta operación.
¿Hacia un nuevo reparto del mundo?
El giro drástico dado por Trump va mucho más allá de lo que ocurre en Ucrania, e incluso de lo que acontece en suelo europeo.

Trump ha humillado a la Unión Europea y parece desentenderse de los discursos fuertemente belicistas y antirrusos de aliados como Polonia o los países bálticos. Tras la cumbre económica con Ursula von der Leyen el pasado mes de julio, la completa subordinación de la UE a los objetivos estratégicos de Washington ha quedado sólidamente establecida.
Pero esta “victoria” de Trump ante una Europa en franca decadencia dista mucho de compensar la pérdida de influencia mundial de EEUU ante el ascenso de China, que se apoya en su enorme potencia industrial y tecnológica y en su capacidad para regar el mundo, especialmente el llamado Sur Global, con cuantiosas inversiones.
El mundo dominado por EEUU como única potencia hegemónica, con el que soñaban los teóricos del imperialismo norteamericano tras el colapso de la URSS, está agrietándose antes de haberse consolidado. La guerra comercial directa contra China ha vuelto a estrellarse, por tercera vez, contra la dura realidad de la decadencia industrial de EEUU. Trump fracasó en su primer mandato, Biden fracasó con su política de bloqueo tecnológico y Trump ha vuelto a fracasar en su guerra arancelaria.
El régimen de capitalismo de Estado chino, impulsado por los recursos energéticos y de materias primas de Rusia, por cuantiosos flujos de capital de todo el mundo que buscan beneficios seguros -incluidos los miles de millones de dólares que anualmente invierten las empresas norteamericanas-, y por amplios acuerdos comerciales con las principales economías capitalistas emergentes (los llamados BRICS), reclama el lugar que le corresponde como director efectivo de una parte sustanciosa de la globalización.
El imperialismo norteamericano ya ha demostrado que no va a renunciar fácilmente a su hegemonía histórica. No va a desalojar su posición sin una lucha a muerte. Su agresividad contra Venezuela, su apoyo al genocidio sionista y su plan para convertirse en potencia neocolonial de una Gaza arrasada y de un nuevo Oriente Medio golpeado por sus armas y las de sus aliados israelíes, demuestra que la batalla no va a concluir. El estado de guerra imperialista ha llegado para quedarse por mucho tiempo.

Pero eso no quiere decir que acuerdos temporales entre los dos bloques imperialistas por el reparto de áreas de influencia y el botín económico estén descartados. El mito de un Putin o un Xi Jinping antiimperialistas hace mucho tiempo que se ha venido abajo.
Y si quedaba alguna duda, la posición de China y Rusia en la votación del plan de Trump para Gaza en el Consejo de Seguridad de la ONU la ha despejado definitivamente. Con su abstención, Pekín y Moscú han dado vía libre a Trump y Netanyahu para culminar el genocidio del pueblo palestino, al mismo tiempo que ambas potencias se aseguran, también aquí, su parte del sangriento botín. “Gaza para ti y Ucrania para mí”, este es el crudo resumen de lo que está sucediendo ahora mismo ante nuestros ojos.
Pero hay más razones que Ucrania para que Rusia y China cierren los ojos ante la matanza del pueblo palestino. Hace ya algunos años que China es uno de los principales socios comerciales del régimen sionista y avanza con rapidez hacia la posición de cabeza. El Gigante Asiático ha realizado inversiones en Israel por valor de decenas de miles de millones de dólares. Tres días antes de la votación de la resolución en la ONU Israel adjudicó a empresas chinas contratos para infraestructuras energéticas estratégicas por valor de casi 7.000 millones, y empresas chinas tienen grandes posibilidades de hacerse con gran parte de las obras de la primera fase del metro de Tel Aviv, valoradas en 17.000 millones de dólares.
Rusia también tiene estrechos vínculos con el mundo empresarial israelí, donde hay una nutrida representación de ciudadanos israelíes emigrados desde Rusia que mantiene lazos con Moscú. Pero, además, tras el hundimiento del régimen sirio -estrecho aliado de Putin y sostenido militarmente por Rusia durante años- y la victoria de los títeres islamistas de Washington, Rusia ha conseguido mantener sus bases naval y aérea en territorio sirio. ¿Cómo no pensar en un toma y daca en la tradición de los Grandes Juegos imperialistas y sus maniobras de reparto, a veces amistoso y a veces sangriento, del mundo?
Es cierto que China y Rusia desafían al imperialismo yanqui, pero no para destruirlo, sino para redistribuir las parcelas de poder y riqueza que, según su criterio, deberían corresponder a sus cada día más potentes burguesías.
La clase trabajadora y los oprimidos del mundo no podemos esperar nada positivo de ningún régimen capitalista, por mucho que recubra sus intereses con un barniz de retórica antiimperialista. Solo nuestro propio esfuerzo, nuestra organización en torno a un programa de clase, comunista e internacionalista abrirá el camino a un futuro donde horrores como los de Gaza, Ucrania, Sudán u otros muchos lugares, desaparezcan para siempre.












