Millones de egipcios están protagonizando una impresionante revolución que, continuando la estela de Túnez, está impactando en todas las naciones árabes y en todo el mundo. Desde el martes 25 de enero, las masas se han echado a las calles, y las movilizaciones han ido in crescendo (y desobedeciendo el toque de queda impuesto por la dictadura de Mubarak) hasta el sábado 30, día en que las masas literalmente se adueñaron de la calle. Desde el sábado existe una situación de tenso equilibrio que no puede durar indefinidamente: o Mubarak se impone (y sólo puede hacerlo a sangre y fuego, utilizando el Ejército), o la revolución consigue su primer objetivo, la renuncia del dictador.  En estos momentos hay huelga general indefinida y para el martes 1 de febrero hay convocada una monstruosa marcha a El Cairo.

A pesar de la criminal represión (se habla de 150 asesinados por la policía), el régimen dictatorial de Hosni Mubarak  ha sido incapaz de parar la lucha. La gran mayoría de los oprimidos ha perdido el miedo, se siente fuerte. En esta situación cualquier concesión que haga Mubarak llega tarde.

Páginas gloriosas están escribiendo los trabajadores, campesinos y jóvenes egipcios.  Comisarías, oficinas gubernamentales, y sedes del NDP (Partido Nacional Democrático, el del dictador), han sido asaltadas. Una pequeña muestra de la determinación de las masas fue la concentración que hubo enfrente de la morgue de Suez, para exigir el cuerpo de uno de los asesinados por la policía. El viernes 28, Mubarak, emulando a su buen amigo Ben Alí, decretó el toque de queda para la tarde y noche, pero, de igual forma que las masas tunecinas, las egipcias no se replegaron, al contrario, redoblaron la lucha.  Las escaramuzas con la policía han sido constantes, ésta no podía impedir que los manifestantes recién dispersados volvieran a reunirse, e incluso que en más de una ocasión fueran a por ella. También ha habido algún caso de oficiales de policía que se han sumado a los manifestantes.

El viernes 28 en Alejandría (la segunda ciudad del país) medio millón de manifestantes echaron a la policía, asaltaron la delegación del Gobierno y tomaron el control. La revolución también es intensa en Luxor, Suez, Ismailia, la ciudad textil de Mahala al Kubra, e incluso la zona turística de Sharm-el-Sheikh.  Pero la clave es la zona de El Cairo, grandiosa aglomeración donde viven 20 millones de egipcios, una cuarta parte de la población.  El sábado 29 una inmensa marea tomó las calles cairotas, desafiando a la policía, e hizo caso omiso del toque de queda permaneciendo toda la noche, entre otros puntos, en la plaza Tahrir (Liberación), punto de referencia de las luchas. En esa situación, la táctica de Mubarak, persuadido de que sus concesiones (el 28 anunció el nombramiento de un nuevo Gobierno) son absolutamente insuficientes, fue retirar las odiadas fuerzas policiales (que enervan la revolución en vez de frenarla), y sustituirlas por tropas.

El domingo 30 amaneció con una impactante presencia militar en los puntos clave de las grandes ciudades, barricadas de hormigón, tanques... Aviones rasantes y helicópteros sobrevolaron las manifestaciones permanentes. Sin embargo, esta presencia intimidatoria  no consiguió su objetivo, la multitud perseveró en su actitud.  Mientras miles de manifestantes toman la plaza Liberación, en Alejandría una marcha multitudinaria participó en el funeral de los asesinados por la policía, desafiando el toque de queda y los tanques; y así por todo el país.

El Ejército egipcio

La gran incógnita es la institución militar. Todos se preguntan (el aparato del régimen, los manifestantes, e incluso los mismos soldados y sus mandos) qué decidirá en el momento decisivo, es decir, si acatarán una orden de masacrar la población, y durante cuánto tiempo. Este interrogante sólo puede aclararse en la misma acción de la represión. Hasta ahora, las tropas han sido utilizadas para dar sensación de fuerza al régimen, pero la fuerza mayor corresponde al movimiento de masas, que no deja de crecer y aumentar su confianza. Son como dos felinos tanteándose antes de enfrentarse, la debilidad de uno la detecta el contrario, y el enfrentamiento frontal puede tener graves consecuencias para el que ataque. En este sentido, la situación está del lado de la revolución, porque su actitud de determinación, pese al toque de queda, frente a la represión policial, y a la presencia militar, tiene inevitablemente impacto en unos militares que no son ni mucho menos una masa homogénea; un sector de la oficialidad está totalmente implicada en el régimen, otro se mantendrá indeciso hasta el momento de la verdad, y otro (sobre todo los soldados, la gran masa del Ejército) simpatiza con el movimiento. El riesgo de utilizar a las tropas para masacrar es que podría escindirse o incluso rebelarse en su totalidad, radicalizando así la situación. Ha habido innumerables casos de confraternización con soldados que han permitido que manifestantes se subieran a los tanques manteniendo con ellos discusiones constantes... Esta lluvia fina de influencia revolucionaria puede corroer la disciplina militar en el momento decisivo. En todo caso hay muchos factores como para predeterminar cómo se saldrá de este equilibrio inestable.

La alternativa a la masacre sólo puede ser la caída completa del régimen, no sólo de Mubarak. Como en Túnez, intentarán mantener el mismo aparato de la dictadura para ganar tiempo y aplastar a la revolución en otro momento, pero, también como en Túnez, les va a resultar extremadamente complicado hacerlo, ante un movimiento que se sentirá aún más fuerte que hoy.

El papel del imperialismo

Resultan patéticos los esfuerzos de los dirigentes políticos de los países imperialistas por marcar distancias con Mubarak y pedir democracia, desde Obama y Hillary Clinton hasta Zapatero. Son los imperialistas (especialmente de Francia y EEUU) los que gobiernan Egipto, y la gran mayoría de países árabes, utilizando para ello a títeres bien pagados y bien agradecidos como Ben Alí, Mubarak, Mohamed V, el argelino Abdelaziz Buteflika, o el fiel Mohamed el Gadafi, que ha hecho todo lo que está en sus manos para que la comunidad imperialista le acepte y le perdone su verborrea y su aventurerismo del pasado. Hace tiempo que Estados Unidos presentía una rebelión social en Egipto. Mientras se seguía lucrando de las privatizaciones y de las condiciones laborales del país, aconsejaba a Mubarak -sin éxito- tomar medidas formales para aparentar una apertura democrática. Incluso, en el último periodo, ha estado preparando un recambio, por si las cosas se torcían (que es justo lo que ha pasado ahora). Ese recambio se llama Mohamed el Baradei y está totalmente comprometido con los intereses imperialistas (a los que ya sirvió como responsable de la Agencia Internacional de la Energía Atómica).

Sus vinculaciones con El Baradei no implican abandonar su conexión directa con Mubarak. Más allá de la retórica de Obama o Clinton sobre elecciones, libertades y diálogo, destaca que no se hayan sumado a la primera exigencia de las masas: que se vaya.  Joe Biden, vicepresidente de EEUU, expresó conocer "bastante bien" a Mubarak, y que no le puede considerar un dictador: "No creo que deba renunciar, pero el presidente Mubarak debe ser más sensible". Aunque, hoy por hoy, el sector del imperialismo que dirige Obama prefiere una sustitución controlada, a la vez pretende con sus declaraciones que las masas olviden su papel en el apoyo a la dictadura. Esto no es tan fácil. De hecho, los manifestantes en la plaza Tahrir gritaban "Hosni Mubarak, Omar Suleimán [el primer ministro recién nombrado por el dictador], los dos sois agentes de los estadounidenses".

¿Qué decir de la actitud del Gobierno español? Zapatero ha declarado que quiere para el pueblo egipcio los mismos derechos y libertades de los que gozamos en el Estado español. Obviando el hecho de que él está atacando profundamente esos derechos y libertades que dice defender, en su propio país, nos podemos preguntar: ¿por qué hasta ahora, en que la revolución está en un tris de echar al dictador, no se ha posicionado de esta forma? ¿Ha descubierto ahora, tras siete años en el Gobierno, que Egipto no tiene democracia? ¿Por qué no dice nada de la dictadura marroquí, masacradora del pueblo saharaui y de su propio pueblo? ¿O de la argelina? ¿Esperará a que en estos países las masas estén a punto de derribar a sus dictadores? ¿Cuántos negocios ha amparado en estos siete años, a mayor beneficio de los capitalistas españoles, en Egipto, Marruecos y Argelia? ¿Por qué la industria española es suministradora de armas y munición a estos países?

La onda revolucionaria iniciada en Túnez

La caída del dictador Ben Alí por la presión de las masas tunecinas, el día 14, ha marcado una nueva etapa en la historia moderna del mundo árabe. Por primera vez la enorme masa de trabajadores, de oprimidos en general, incluyendo a las capas más explotadas, anónimas y despreciadas, es consciente de su fuerza, y con determinación ha arrastrado a capas medias hacia una transformación fundamental de las condiciones de vida de la gran mayoría. La revolución en Túnez dista mucho de haber acabado, está en un momento de reflexión, discusión y organización, tras la errónea aceptación por parte de la cúpula del sindicato UGTT, del nuevo Gobierno de Mohamed Ganuchi.  Este Gobierno, si bien ha eliminado a los ministros de la RCD (Agrupación Constitucional Democrática, el partido de Ben Alí), sigue dirigido por Ghanuchi, colaborador estrecho del dictador depuesto. Y, lo más importante, procede de las estructuras del régimen y no tiene ni puede tener respuesta a los problemas democráticos y sociales por los que ha explotado la revolución; sólo pretende ganar tiempo para desvirtuar ésta, engañándola con cambios formales democráticos. Sin embargo, esta pretensión choca con el formidable obstáculo de un movimiento consciente de su fuerza. Esta situación lleva inevitablemente a una nueva fase en el proceso revolucionario tunecino.

Mientras tanto, las ondas expansivas provenientes de Túnez, y ahora también de Egipto (sobre todo si cae Mubarak) impactan en Yemen, en Argelia, en Libia, en Sudán, en Omán, en Arabia, en Jordania, en Marruecos (por mucho que haya una campaña en los medios burgueses españoles para esconderlo), e incluso en Albania. Las masas empobrecidas por el imperialismo y por feroces regímenes tiránicos a su servicio, sean cuales sean su religión, lengua o cultura, y al frente de ellas la clase obrera, están empezando a ver, por primera vez en mucho tiempo, la posibilidad de cambiar sus vidas, de conseguir un futuro digno, gracias a su propia intervención en la lucha política. Evidentemente, el nivel del impacto es diferente país por país, el ritmo de la lucha depende de muchos factores, pero estamos viviendo un proceso que es mundial: la crisis orgánica del capitalismo, y la lucha de los trabajadores por parar sus efectos y, en última instancia, por transformar la sociedad en líneas socialistas.

Otro régimen dictatorial sustentado por los imperialistas

Egipto, el país con más población árabe, y el de referencia para todas las naciones árabes, es también un país clave para los imperialistas estadounidenses. No es por nada que Egipto es el segundo país del mundo en recibir más dólares (y armas) de Estados Unidos (el primero es Israel). Es también, desde la firma de los Acuerdos de Camp David en 1979, el principal aliado árabe de Israel. Hay otras circunstancias que lo asemejan a la mayoría de los países árabes. Por un lado, los trabajadores, campesinos y jóvenes, incluso las capas medias, han sufrido los efectos de una privatización acelerada del sector público, que (como en Túnez, Libia y Argelia) llegó a ser muy importante (ha pasado del 70 al 20% de la economía, en 20 años). Por otro, la resistencia de la clase obrera y otros sectores ha sido creciente los últimos años.

El 40% de la población egipcia vive en la pobreza o en el límite de ella.  En 2009 los precios de los productos básicos sufrieron una feroz inflación; un producto elemental como la carne de cordero se encareció un 80%, otros precios se duplicaron o triplicaron.  En 2009 la economía decreció un 4%, y el Gobierno de Mubarak tomó las mismas medidas antiobreras que en la mayoría de países capitalistas ante el déficit: la aceleración de las privatizaciones y la eliminación de subsidios a la alimentación. Hay que tener en cuenta que la mayoría de la población dedica el grueso de su salario a alimentarse. El paro está instalado en el 10% oficial.

Desde la muerte de Naser, en 1970, el régimen involucionó desde sus propias entrañas (como Argelia y Túnez), con la política proimperialista y pro-sionista de Anuar el Sadat y de Hosni Mubarak, que le sucedió en 1981. En los últimos años la clase obrera ha protagonizado una creciente lucha, de hecho desde 2004 ha habido una media de cien huelgas anuales, con la participación de un millón y medio de trabajadores. Obreros textiles, empleados del metro y ferrocarriles, funcionarios, docentes, han estado en huelga los últimos años, exigiendo aumentos salariales, y en muchos casos arrancaron victorias. La participación de trabajadoras en estas luchas es muy destacable. En 2008 la convocatoria de un pequeño colectivo heterogéneo, llamado Kifaya (¡Basta!), para el 6 de abril, dio cauce a la expresión, todavía incipiente, del masivo descontento.  Entre las masas todavía predominaba el miedo a la represión, sin embargo hubo manifestaciones en El Cairo y Alejandría, participación masiva de universitarios en la capital y Helwan, y sobre todo la huelga en Mahalla, núcleo obrero de grandes tradiciones en el Delta del Nilo. La Compañía Misr de Hilandería y Tejeduría fue ocupada por los trabajadores, pero éstos fueron obligados por la policía a trabajar bajo amenaza de detención. Cuando acabó el turno de mañana y el Gobierno se felicitaba por el efecto de la represión, una multitud de 25.000 trabajadores y estudiantes se manifestó contra el régimen y se enfrentó a la policía, que mató al menos a cinco personas e hirió a unas 300. Esta explosión fue una premonición de los actuales acontecimientos...

Posibles escenarios

Diferentes actores burgueses se apresuran a organizar una alternativa a Mubarak que no cuestione el orden capitalista ni el dominio imperialista. El principal es El Baradei, elemento que vivía cómodamente en Viena y que ha prestado grandes servicios al capital mundial. Intentan construir una imagen progresista suya, por el hecho de que desautorizó a Bush, pero lo cierto es que su diferencia con él (como una parte importante de la clase dominante mundial, empezando por la francesa o alemana y continuando con sectores muy importantes de EEUU) fue táctica. La AIEA, como no podía ser de otra forma, y como agencia de la ONU, es un arma de los imperialistas, que intenta controlar la utilización de energía nuclear por parte de países que podrían ser problemáticos para ellos, mientras permiten la proliferación en Estados Unidos, Francia, etc. Por mucho que los medios burgueses intenten coronar a El Baradei como el gran líder de la oposición democrática, sus intentos de domesticar la revolución van a chocar rápidamente con las masas.

El otro actor burgués principal es la Hermandad Musulmana, organización integrista (ilegal, pero más o menos tolerada) que dice tener millón y medio de afiliados y que está vinculada a Hamash. Aunque ha sufrido una enorme represión del régimen (que les utiliza para justificar, entre otras medidas represivas, el estado de emergencia  vigente desde 1979), su política no ha sido la de enfrentamiento frontal con la dictadura. De hecho, aunque no se opuso claramente a la jornada de lucha del 6 de abril de 2008, sí recomendó no acudir a ninguna manifestación porque perjudicaría ‘el orden público', que dice defender. Esa vez no fue una excepción, los integristas son alérgicos a las movilizaciones de masas que no controlan, incluso fueron muy criticados por su pasividad ante el bloqueo a Gaza por parte de Mubarak y el sionismo. Aunque tuvieron un éxito electoral importante en las penúltimas elecciones (las últimas, el año pasado, fueron totalmente fraudulentas), fue más bien un reflejo electoral del descontento social: un sector de la población utilizó una de las pocas candidaturas alternativas para demostrar su malestar. Los Hermanos Musulmanes, con base entre las capas medias, tienen un programa reaccionario tanto en lo económico (llaman a profundizar en las privatizaciones) como en lo social; su modelo es la política de Recep Tayip Erdogan en Turquía. Evidentemente, el integrismo egipcio tiene hoy (a diferencia de en Túnez) una base importante, aunque también concita el rechazo de amplias masas, especialmente de la clase obrera. Sólo la falta de una alternativa socialista, de un partido revolucionario con influencia y autoridad entre las masas que la defienda, podría permitir, en un determinado momento, un aumento de la influencia de los integristas.

Existen partidos legales en Egipto, como el liberal Wafd, el naserista y, sobre todo, Tagamu, cobertura legal de varios grupos de izquierda, principalmente el Partido Comunista. Sin embargo, su participación en el régimen hace que su autoridad ante las masas sea extremadamente limitada. Parece ser que la oposición legal, El Baradei y los Hermanos han llegado a un acuerdo de coordinación. Pretenden así que, a diferencia de en Túnez, allí la oposición responsable pueda rápidamente sustituir a Mubarak e intentar controlar el movimiento desde arriba, prometiendo elecciones libres.

Lo tendrán difícil. Cuando las masas deciden dar todo, incluso a riesgo de sus vidas, para acabar con un régimen, lo hacen para solucionar radicalmente sus problemas, no para pequeñas reformas o medidas formalmente democráticas. La lucha comenzó para protestar por el aumento de los precios, y no se va a contentar fácilmente. Estamos hablando, como en el caso de Túnez, de una revolución obrera clásica, donde los trabajadores, el sector más organizado, homogéneo y fuerte de la sociedad, han sido capaces de arrastrar a otros sectores oprimidos, incluyendo capas medias (fue significativo que el domingo 30 de enero miles de jueces se sumaran a los manifestantes de la plaza Liberación).

En el caso de que Mubarak al final consiga imponerse, con una matanza sangrienta, su dictadura quedaría herida de muerte, creando más inestabilidad a medio plazo. Las masas sacarían una terrible lección, en cuanto a la necesidad de dotarse de un programa y una organización adecuadas al objetivo: la transformación socialista de la sociedad.

Por un programa y una organización socialista

El movimiento necesita organizarse. En cada fábrica, en cada barrio, en cada universidad, hay que construir comités de lucha, con delegados revocables, y extenderlos a cada localidad, zona. Esos comités deben dar organización a la insurrección, preparar la autodefensa, hacer trabajo de proselitismo entre los soldados, etc.; y no sólo organizar la lucha, sino poner bajo su control todos los aspectos esenciales de la actividad social: la salud pública, la seguridad, el suministro. Estos comités, en un determinado momento, deben organizar la toma de los centros neurálgicos del poder, a través de una huelga general que garantice el triunfo de la insurrección, y convertirse en la base de un nuevo Estado, un Estado socialista.

Se está dando pillaje en barrios de todo tipo (burgueses, de capas medias, y obreros también). En gran parte los asaltadores son policías de civil, o mercenarios del régimen, que pretenden crear caos, dar una excusa a la intervención militar, y ganar apoyo entre la pequeña burguesía, que ésta se separe de la revolución y suspire por ‘acabar con el desorden y la delincuencia'.  En algunos barrios los vecinos se han armado. Estas milicias deben vincularse a las asambleas y comités. Existe el riesgo, en caso contrario, de enfrentar a diferentes sectores. La policía no acabará con la inseguridad, su papel es reprimir el movimiento; es éste, organizado en comités, quien debe garantizar la seguridad. En primer lugar, desde luego, la de los propios manifestantes.

Las elecciones parlamentarias, organizadas desde la estructura del propio régimen, y desde la oposición domesticada, no solucionarán ningún problema. Sólo la participación directa del movimiento, organizado de abajo arriba, y con un programa de ruptura claro, que sólo puede ser el programa del socialismo, permitiría una mejora radical y rápida de las condiciones de vida. Expropiar las grandes empresas y tierras, incluyendo las multinacionales instaladas, y la banca, bajo control de la clase obrera, daría los recursos para empezar a satisfacer las necesidades de la mayoría de la población, al menos las más urgentes. De forma inmediata, un llamamiento internacionalista a extender y profundizar la revolución en todos los países árabes, en primer lugar a las masas tunecinas, tendría un efecto impresionante. Más que nunca, la idea de una federación socialista árabe, que acabe con la pesadilla del dominio imperialista y las dictaduras títeres en las que se sustenta, tiene una posibilidad real.


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