El arte se constituye como uno de los medios más eficaces para revelar las características de una sociedad; a través de sus distintas disciplinas, se pueden observar los síntomas de todo aquello que se reproduce en un contexto determinado. Así, es posible encontrar diversas manifestaciones del pensamiento hegemónico patriarcal que ha sido reproducido y normalizado por siglos en la literatura, la escultura, la pintura, etc., a partir de la idea que se tiene sobre la mujer y el papel que debe jugar en la sociedad.

            Por una parte, la idea occidental y europeizante de la mujer se construye sobre una concepción absolutamente patriarcal de la feminidad como contraparte binaria de la masculinidad: si los varones tienen fuerza, las mujeres demuestran fragilidad; si ellos exponen raciocinio e inteligencia, ellas ostentan sensibilidad; si de ellos son los espacios públicos, a ellas corresponde el ámbito privado. De la misma manera, en el arte las mujeres han sido históricamente consagradas como objetos dignos de adorar; una figura espectadora y pasiva retratada por un sujeto masculino, el artista. Durante la historia del arte, la noción de la mujer ha ido acompañada de dos facetas claramente distinguibles: la primera corresponde a la “buena mujer”, aquel ser que inspira el amor romántico, el ideal inalcanzable. En el otro lado se encuentra la mujer descarriada, que sirve para ejemplificar aquello que se debe evitar. Esta división encaja muy bien con la establecida por diversas religiones, cuyo poder económico ha permitido desde hace siglos la distribución de obras artísticas que reproducen este mensaje de una forma u otra.

            De esta misma noción se desprenden las ideas heteronormativas sobre el cuerpo de la mujer como elemento de placer visual ante la mirada masculina. Durante siglos, la pintura y la escultura reprodujeron mayoritariamente los cuerpos considerados dentro de los estándares de belleza de su época, los cuales se conformaban también mediante los ideales de pureza a las que las mujeres debían aspirar; un papel análogo al que cumple la publicidad hoy en día. El cuerpo de la mujer en el arte, de esa forma, alecciona al público femenino y sirve como objeto de consumo al masculino; ejemplo de ello es el gran recibimiento hacia los papeles masculinos interpretados por actrices en el teatro o en la ópera, donde poco importaba el libreto ante los pantalones que delineaban las piernas de las mujeres en escena.

El pensamiento machista y patriarcal dentro de las artes no proviene de la nada; se alimenta del entorno en el que existe mediante una relación dialéctica. Es decir, las ideas no habitan únicamente en ese plano, sino que se ejecutan en la realidad y son a la vez reflejo de la misma. De esta forma, se llega a otro punto nodal: el papel que desempeñan las mujeres creadoras, las artistas, dentro del mismo medio. Se debe enfatizar una cuestión fundamental: el ámbito artístico ha sido configurado como un lugar al que sólo podían acceder los hombres. La participación de las mujeres en las artes se limitaba a un entretenimiento dentro de la vida privada. No son pocos los casos dentro de la música, por ejemplo, en que grandes compositoras e instrumentistas fueron acalladas por el papel social de su género, o la cantidad de obras literarias que escondieron el nombre de la escritora bajo un pseudónimo masculino o un simple anónimo.

Por otra parte, las mujeres creadoras siempre han tenido que dividir su quehacer artístico con la crianza de los hijos y tareas dentro del hogar, especialmente las mujeres trabajadoras. Esto ha ocasionado un segundo sesgo: el arte que logra integrarse al canon occidental se trata, regularmente, de un arte burgués que responde a las inquietudes propias de su clase. Así, se ha conformado una concepción muy destructiva que considera al arte una actividad elitista en la que la clase obrera poco se ve reflejada y, por lo tanto, a la que casi no puede acceder. Por ejemplo, las “novelas rosas” conforman una categoría en que la literatura femenina podía encontrar un lugar, aunque las autoras regularmente pertenecían a una clase alta que podía permitirse el “ocio” de la escritura, y que por supuesto sabía leer y escribir.

El arte es una industria que se rige bajo las normas del sistema capitalista, en el cual el patriarcado encuentra una alianza indisoluble. Por ello, en doloroso contraste con los esfuerzos por rescatar el legado artístico de las mujeres, se reproduce la noción del cuerpo mercantilizable de la mujer artista; la idea de que su obra no vale por sí misma y necesita ir acompañada de una imagen que pueda ser rentable arriba del escenario. La pugna por el reconocimiento de los derechos de las mujeres debe ser continua, y tiene que contemplar necesariamente el acceso a la educación artística gratuita: el arte no puede ser un privilegio de género ni de clase.

           


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