‘¡No Pasarán!’ La heroica resistencia al fascismo en Madrid

Frente a la actitud de las masas obreras, el gobierno republicano mostró una incapacidad venal para hacer frente, desde el punto de vista militar y político, a la situación creada tras el 18 de julio. En lugar de movilizar todos los ingentes recursos económicos de que disponía el Estado republicano para la adquisición de armas (ni más ni menos que las segundas reservas mundiales de oro); en lugar de pasar a la ofensiva, organizando y desplazando el máximo de contingentes militares hacia Extremadura para frenar el avance de las tropas franquistas desde Sevilla; en lugar de concentrar todo el fuego de la marina leal y la aviación contra el traslado de tropas desde Marruecos a la península... el Gobierno republicano no adopto ninguna medida sensata en los decisivos días de finales de julio.

Como señala Abraham Guillén:

“Sin flota de guerra, sus fuerzas africanas (moros y legionarios), tropas profesionales de choque, difícilmente podrían ser trasladadas a la península, pues gran parte de la marina de guerra española había sido tomada por los soldados y suboficiales republicanos. La guarnición de Sevilla, la base naval de San Fernando y otras posiciones en Andalucía, en poder de los sublevados, no podrían resistir una ofensiva si no llegaban en su auxilio los batallones africanos, incapaces de cruzar el estrecho de Gibraltar, no teniendo flota de guerra, ni una fuerza aérea de combate y transporte.

Pero Franco consiguió pasar el estrecho de Gibraltar con la ayuda de la aviación alemana: el día 5 de agosto de 1936 transportó a la península desde África, 2.500 soldados con todos sus equipos; entre julio y agosto de ese año, llegaron 10.500 soldados más gracias a la cooperación de la aviación germana. Destacando la importancia del arma aérea alemana en la campaña de Franco desde África hasta las puertas de Madrid, Hitler dijo en julio de 1942: ‘Franco tendría que haber hecho un monumento a los viejos Junkers 52 que les trasladaron desde África a España 10.500 hombres en julio y 9.700 más en septiembre de 1936”[1].

¿Cómo es posible que Franco pudiera realizar semejante puente aéreo desde Marruecos hasta el suroeste de Andalucía sin que el Gobierno republicano hiciese nada por impedirlo?

En realidad toda la flota de guerra pudo haber sido movilizada hacia el estrecho y utilizada contra este desembarco de tropas. Pero esto no ocurrió y la razón fundamental hay que buscarla en el miedo del gobierno republicano de Giral de provocar una reacción contraria de Gran Bretaña, que exigía vehementemente que la guerra civil española no interfiriese en la “libertad” de navegación del estrecho. De esta manera, la mayoría de la flota republicana, que fue tomada por los marineros durante las primeras horas del golpe militar tras un duro enfrentamiento contra los oficiales facciosos, fue inutilizada como arma de guerra en el momento más importante. Un gran número de buques republicanos fueron enviados, en esos días fatídicos, a la base de Cartagena donde permanecieron amarrados durante gran parte del tiempo que duró la guerra.


Esta capitulación ante las presiones diplomáticas de Gran Bretaña, cuyo Gobierno estaba mucho más interesado en una victoria de las fuerzas de Franco que en el triunfo de la revolución social por razones obvias, se repitió a lo largo de la guerra.

La “democracia” no es más que una palabra apreciada por la burguesía siempre y cuando los intereses del gran capital estén garantizados, pero los líderes republicanos se imaginaban que haciendo concesiones a los imperialistas, británicos o franceses, podrían conseguir su apoyo a la causa de la España leal. Los acontecimientos se encargarían de refutar esta política, que tendría consecuencias desastrosas en el frente militar.

Los avances del ejército franquista de las primeras semanas, con la conquista de Badajoz y la sangrienta represión llevada a cabo contra la población trabajadora de Andalucía y Extremadura, provocó el desconcierto general en las filas gubernamentales. El gobierno de Giral no era capaz de prever nada, o de hacer frente a ninguna contingencia. Completamente superado por los acontecimientos, los dirigentes republicanos tuvieron que hacerse a un lado. Era necesario encontrar un hombre capaz de insuflar moral en las milicias y con la autoridad necesaria para dirigir la guerra.

Ese hombre era Largo Caballero, que finalmente formaría gobierno el 4 de septiembre de 1936, esta vez con representantes de UGT, el PSOE, el PCE y los partidos republicanos.

El nuevo Gobierno continuó, sin embargo, mostrándose impotente frente a la embestida militar de los ejércitos de Franco. La situación calamitosa del frente extremeño se tradujo en un avance rápido de las tropas fascistas por el valle del Tajo, la consiguiente conquista de Toledo, Talavera y, finalmente, el cerco contra la ciudad de Madrid que suponía el objetivo más preciado para Franco pues, según sus cálculos, la toma de la capital forzaría el reconocimiento del régimen fascista por parte de las potencias imperialistas occidentales: Francia y Gran Bretaña.

A finales de octubre la situación de Madrid parecía completamente desesperada. Todas las cancillerías europeas daban la ciudad por conquistada en pocos días. Esta misma era la opinión mayoritaria en las filas del Gobierno. Sin un milagro, la capital pronto caería en las garras de los fascistas. Pero como ocurrió el 19 julio de 1936, el milagro se produjo. La resistencia heroica de Madrid pasará a la historia como la prueba más clara de que cuando el pueblo utiliza métodos revolucionarios en la lucha militar, es imposible vencerle.

En circunstancias como aquellas, mantener el control de la capital de la República era una cuestión esencial para la moral de la masa obrera y de los combatientes. Pero el Gobierno del Frente Popular en pleno, con el recién elegido jefe del gabinete, Largo Caballero, y el propio presidente de la República, Manuel Azaña, decidió abandonar la ciudad poniendo rumbo a Valencia, delegando la defensa en manos de una Junta presidida por el General Miaja.

Para los dirigentes estalinistas, la pérdida de Madrid hubiera significado un duro golpe a su prestigio, basado sobre todo en el V Regimiento, de reciente creación y que contaba con miles de hombres. Abandonando los métodos empleados en otras zonas, esta vez las medidas militares que eran reclamadas por los sectores más avanzados de la CNT y el POUM, sí fueron aceptadas y puestas en práctica en Madrid.

La Junta permitió la creación de comités de defensa en cada barrio, de manera similar a los que habían actuado en las jornadas heroicas del 19 y 20 de julio en Barcelona, que no sólo registraban los domicilios de fascistas, también tenían capacidad para detener a todos los que trabajaban o se sospechaba trabajaban para los fascistas, la famosa “quinta columna”.

Los comités de obreros organizaron la resistencia con barricadas, casa a casa, calle a calle. Se crearon comités de mujeres para ayudar a las milicias y comités de abastecimiento encargados de la alimentación y la munición. Los trabajadores del sindicato de la construcción de la CNT y la UGT se emplearon duramente en cavar trincheras y construir defensas fortificadas. Todos estos comités desarrollaron una actividad frenética incorporando al conjunto de la clase obrera, la juventud y las mujeres de toda la ciudad a las tareas de la defensa.

La situación era tan desesperada que incluso los estalinistas cedieron temporalmente en su campaña de calumnias contra el POUM y les permitieron participar en los comités, al mismo tiempo que recibían triunfalmente a las tropas de la CNT, comandadas por Buenaventura Durruti, contradiciendo las constantes campañas de desprestigio contra las milicias anarquistas durante su ofensiva en Aragón.

El Madrid de los trabajadores, con la moral de la revolución, resistió las ofensivas de los ejércitos franquistas en los frentes de la Casa de Campo, Carabanchel, Usera, Ciudad Universitaria... Junto con los milicianos actuaron por primera vez las Brigadas Internacionales, que pronto se distinguirían como una formidable fuerza de choque frente a los disciplinados batallones de tropas marroquís y regulares.

La actuación internacionalista de miles de trabajadores y jóvenes venidos de Francia, Polonia, Gran Bretaña, EEUU y hasta de treinta países más, puso de manifiesto las enormes posibilidades de movilizar al proletariado de todo el mundo a favor de la revolución española. Pero a pesar de que las condiciones eran inmejorables, el estalinismo nunca consintió que la solidaridad de los obreros de Europa, y especialmente de Francia, se moviera más allá de ciertos límites.


En Rusia durante la guerra civil y la intervención imperialista que siguió a la revolución de octubre, los bolcheviques utilizaron la Internacional Comunista para organizar al proletariado europeo contra la burguesía de sus respectivos países. La mejor defensa del joven Estado obrero soviético fue la lucha revolucionaria que protagonizaron los obreros alemanes, húngaros, italianos, británicos o españoles en los años veinte.

Alejados por completo de la política leninista, los nuevos jefes de la Comintern, con Stalin a la cabeza, no tenían la menor intención de poner en peligro sus compromisos con las potencias imperialistas “democráticas”. Para ellos, los acuerdos diplomáticos con los Estados burgueses de Francia y Gran Bretaña, organizadores de la criminal política de No Intervención, pesaba mucho más en la balanza que el futuro del proletariado español.

Finalmente, el apoyo militar a la España republicana estuvo absolutamente condicionado a una aceptación plena de esta línea estratégica. Y en esa línea no cabía la revolución socialista en España, una revolución que no se detendría en sus fronteras y que incendiaría toda Europa. La revolución era anatema, el anatema más grave de todos, porque podía amenazar el poder de la nueva casta de usurpadores en el seno de la propia URSS.

La resistencia de Madrid se prolongó en semanas de duros combates que se saldaron con miles de bajas del ejército fascista, y bastantes más en las filas milicianas. La ferocidad de la resistencia de los milicianos y los brigadistas sorprendió al mando militar enemigo que no se podía imaginar una voluntad de lucha de tales dimensiones. El Madrid proletario emuló la gesta de Petrogrado en los momentos más difíciles de la guerra civil rusa.

La guerra revolucionaria demostró que era la única vía para combatir exitosamente a un enemigo superior en términos militares y que contaba con el apoyo pleno de las potencias fascistas europeas. Pero esta experiencia no se extendió al resto del país y, muy pronto, el conflicto encaró una dinámica completamente desfavorable para la clase trabajadora.

La ausencia de una dirección revolucionaria consecuente

Las milicias obreras, las patrullas de control, los tribunales revolucionarios, las industrias colectivizadas, los comités sindicales de control sobre la producción y las colectividades en el campo, constituían los embriones del nuevo poder obrero. Establecer pues la coordinación estatal de todos estos comités, con delegados elegidos desde la base y revocables, conseguir que estos comités centralizaran y dirigieran democráticamente la vida económica, política y social del país, era el camino para consolidar la democracia obrera que surgía de manera embrionaria.

Pero como explicó el marxista norteamericano Felix Morrow:

“Es un hecho que a pesar del doble poder, a pesar de la envergadura del poder proletario en las milicias y su control de la vida económica, el Estado obrero permanecía en fase embrionaria, atomizado, disperso en las distintas milicias y comités de fábricas, y en los comités locales de defensa antifascista constituidos conjuntamente por las distintas organizaciones. Jamás se centralizó en Consejos de Obreros y Soldados a escala nacional, como en la Rusia de 1917 y la Alemania de 1918-19. Únicamente cuando el doble poder alcanza tales proporciones, justo entonces se pone a la orden del día la alternativa de elegir entre el régimen imperante y un nuevo orden revolucionario en el que los consejos se transforman en el Estado.

La revolución española jamás llegó a ese punto, a pesar de que el poder real del proletariado era mucho mayor que el poder ejercido por los obreros en Alemania e, incluso, que el de los obreros rusos antes de noviembre. Los obreros dominaban localmente y en cada columna miliciana, ¡pero en la cumbre sólo estaba el gobierno! Esta paradoja tiene una explicación sencilla: no existía en España un partido revolucionario capaz de potenciar la organización de sóviets con una política audaz y consciente”[2].

Este análisis señalaba las enormes carencias a las que se enfrentaba el movimiento revolucionario. A pesar de que todas las actuaciones de los trabajadores se orientaban en la dirección inequívoca de destruir el orden capitalista, no existía un partido capaz de generalizar esta experiencia y consolidar los órganos del nuevo poder proletario. En el panorama político del momento había poderosas fuerzas que obraban en sentido contrario.

Los dirigentes de los partidos obreros profundizaron su política de colaboración de clases a través del Frente Popular. Para ellos, la lucha contra el fascismo no podía trascender la defensa de la democracia burguesa o, dicho con otras palabras más persuasivas, la defensa de la República democrática, como subrayaban una y otra vez. Consecuentemente, garantizar este objetivo implicaba en los hechos enfrentarse a los obreros armados que empezaban a organizar su propio poder.

Después de los primeros meses de conquistas revolucionarias, la política del Frente Popular y del estalinismo se transformó en toda una cadena de medidas dirigidas a someter el poder independiente de los obreros a los intereses de la burguesía republicana.


Trotsky analizó la dinámica de aquellos acontecimientos: “...El hecho más sorprendente desde el punto de vista político es que, en el Frente Popular español, no había en el fondo ningún paralelogramo de fuerzas: el puesto de la burguesía estaba ocupado por su sombra. Por medio de los estalinistas, los socialistas y los anarquistas, la burguesía española subordinó al proletariado sin ni siquiera tomarse la molestia de participar en el Frente Popular: la aplastante mayoría de los explotadores de todo los matices políticos se habían pasado al campo de Franco.

La burguesía española comprendió desde el comienzo del movimiento revolucionario de las masas, sin ayuda de ninguna teoría de la revolución permanente, que cualquiera que fuera su punto de partida ese movimiento se dirigía contra la propiedad privada de la tierra y de los medios de producción, y que era imposible terminar con él con los medios de la democracia. Por esto sólo quedaron en el campo republicano residuos insignificantes de la clase poseedora, los señores Azaña, Companys y sus semejantes, abogados políticos de la burguesía, pero en absoluto la burguesía misma.

Las clases poseedoras habiéndolo apostado todo a la dictadura militar, supieron, al mismo tiempo, utilizar a los que ayer eran sus representantes políticos para paralizar, disgregar y luego asfixiar el movimiento socialista de las masas en territorio republicano...”[3].

¿Pero cómo reconstruir el poder de la burguesía en la zona republicana? Al gobierno de Madrid y a la Generalitat le faltaba el instrumento más importante: las fuerzas armadas. El ejército se había pasado a Franco, exceptuando la marina y buena parte de la aviación, mientras la policía regular no existía como fuerza dependiente del gobierno. Por otra parte era necesario terminar con los “excesos” revolucionarios que habían amenazado la propiedad privada de las fábricas y las tierras, e impedir a toda costa que el movimiento se desarrollase y adoptase medidas socialistas de nacionalización de la banca.

En ausencia de un partido revolucionario que tomara el poder, impulsara la formación de sóviets y emprendiera una guerra revolucionaria, fue la pequeña burguesía liberal y el estalinismo quienes dictaron la estrategia en la lucha contra el fascismo. Y esto implicaba, en primer término, la adopción de todas las medidas necesarias para la reconstrucción del Estado burgués en la zona republicana.

En aquellas primeras semanas enfrentarse abiertamente a las masas armadas era un ejercicio realmente peligroso. Por tanto la orientación de estas fuerzas fue intentar reconstruir ese poder a través de la participación en el gobierno de dirigentes obreros de reconocida autoridad que pudiesen reconducir la situación.

El 4 de septiembre de 1936 Largo Caballero fue nombrado presidente del gobierno. La presentación de su programa fue toda una declaración de intenciones: “Este gobierno se constituye con la renuncia previa de todos su integrantes a la defensa de sus principios y tendencias particulares para permanecer unidos en una sola aspiración: defender España en su lucha contra el fascismo” (Claridad, 1 de octubre de 1936).

Meses antes que se formara este gobierno, la izquierda caballerista había mostrado sus discrepancias con el acuerdo de Frente Popular porque recordaba la política de coalición con los republicanos en 1931. Sin embargo, con perspectivas confusas, sin un programa marxista, la izquierda socialista que al principio se pronunció en contra de separar la guerra de la revolución, actuó como la cobertura de izquierdas del Frente Popular.

Fortaleciendo esta estrategia, se produjo un cambio trascendental en las filas dirigentes del destacamento más importante del proletariado español, la CNT, que agrupaba más de un millón y medio de trabajadores y que había jugado el papel crucial en la lucha contra el golpe fascista en Catalunya.

Tras la derrota de los militares el 19 de julio, la CNT-FAI se había hecho con el control real del poder en Barcelona, en las principales comarcas catalanas, y jugaba un papel decisivo en el resto del país. No es este el espacio para comentar exhaustivamente la actuación de los dirigentes confederales en la revolución y la guerra civil. Muchos autores lo han descrito con gran profusión de datos y documentación.[4] Cabe destacar que después de los primeros meses de ascenso revolucionario, muchos dirigentes de la CNT abandonaron cualquier pretensión de acabar con el Estado burgués y optaron por la vía de la colaboración con los dirigentes republicanos y estalinistas.

Cuando el 21 de julio las masas confederales habían acabado con la resistencia de los militares sublevados y se encontraron con toda Barcelona en sus manos, se produjo una coyuntura decisiva. Era el momento de completar la tarea derribando la vieja maquinaria del Estado. Sin embargo, el comportamiento de los líderes anarquistas no estuvo a la altura de aquellas circunstancias históricas.

Esa misma mañana, Companys, presidente de la Generalitat, el mismo que se había negado a repartir armas a los militantes de la CNT para hacer frente al golpe y que tenía un amplio historial de medidas represivas contra esa organización, tuvo que llamar a los dirigentes cenetistas para encarar la nueva situación creada tras el triunfo proletario. “Fuimos a la sede del Gobierno catalán”, cuenta Abad de Santillán, “con las armas en la mano (...). Algunos de los miembros de la Generalitat temblaban, lívidos (...). El palacio de la Generalitat fue invadido por la escolta de los combatientes”. Lo que dijo Companys a esta delegación confederal es la mejor prueba del carácter revolucionario del momento: “Siempre habéis sido perseguidos duramente, y yo, con mucho dolor, pero forzado por las realidades políticas (...), me he visto forzado a enfrentarme y perseguiros. Hoy sois los dueños de la ciudad y de Cataluña, porque sólo vosotros habéis vencido a los militares fascistas (...). Habéis vencido y todo está en vuestro poder. Si no me necesitáis o no me queréis como presidente de Cataluña, decídmelo ahora”[5].

La cosa era bastante obvia, pero los dirigentes de la CNT, dueños de la situación, prefirieron dar una salida honrosa al president, una salida que abrió el camino a la reconstrucción del poder del Estado en Catalunya y en el resto del país. “Pudimos quedarnos solos, imponer nuestra voluntad absoluta, declarar caduca la Generalitat y colocar en su lugar al verdadero poder del pueblo” señala Abad de Santillán, “pero no creíamos en la dictadura cuando se ejercía contra nosotros, y no la deseábamos cuando podíamos ejercerla nosotros mismos a expensas de otros. La Generalitat habría de quedar en su lugar con el presidente Companys a la cabeza”.

Todas las acciones heroicas de la CNT, todos los sacrificios de sus militantes, todas las resoluciones de los Congresos confederales, se echaban por la borda en el momento de culminar la victoria revolucionaria. Los enemigos del Estado, como se llamaban a si mismos los dirigentes anarquistas, se inclinaban ante él y decidían, como consecuencia lógica de sus prejuicios sobre el “poder” y la “autoridad”, ceder ante el mismo poder y la misma autoridad contra la que habían combatido y por la que habían sido masacrados durante décadas cientos de sus mejores militantes.


Los principales líderes anarquistas decidieron, en los hechos, que era mejor combatir al fascismo sin acabar con el orden social capitalista. A partir de esta consideración todo lo demás vino por añadidura. Sí la clase trabajadora cuando está en condiciones de hacerlo no toma el poder en sus manos, no para imponer un Estado autoritario, como piensan los anarquistas que inevitablemente sucede cuando se entra en contacto con el “poder”, sino para acabar precisamente con el poder de los explotadores y organizar la sociedad sobre unas bases completamente diferentes; sí en el momento decisivo se renuncia a destruir la dictadura del capital, aquellos que lo hacen pagaran duramente por su error. En palabras del gran revolucionario francés Saint Just: “Los revolucionarios que hacen revoluciones a medias cavan su propia tumba”. O sucumbes a la presión de la burguesía y luchas por recomponer su poder, o apuntalas y generalizas el poder obrero y eliminas los residuos burgueses, construyendo así un nuevo Estado obrero de transición.

Pero este nuevo Estado, desde sus inicios, no es más que un Estado en disolución. El control democrático de los trabajadores a través de sus organismos de representación directa, de elección y revocabilidad de todos los cargos representativos, de la desaparición de la burocracia estatal bien pagada es una premisa fundamental. Para hacer efectiva la participación del conjunto de la sociedad en todas las tareas de administración y en todas las decisiones que afectan a cualquier ámbito de la vida social, se requiere, en primer lugar, de tiempo efectivo para que la clase obrera pueda hacerlo, y solo se llegará a este punto cuando las masas de la población trabajadora reduzcan sensiblemente su jornada laboral. Alcanzar esta situación solo es posible a través del desarrollo de las fuerzas productivas, socializadas bajo el control democrático de los trabajadores en el marco de una economía planificada.

El Estado, como creación de la sociedad de clases, solo podrá ser enviado definitivamente al baúl de las reliquias históricas cuando desaparezcan las clases, es decir, cuando la lucha por la apropiación de la plusvalía sea realmente una cosa del pasado. A pesar de las enseñanzas que la historia de las revoluciones ha proporcionado, el Estado se representa en el pensamiento anarquista como un ídolo que desaparece por el simple mecanismo de no reconocerlo. La experiencia de la revolución española echó por la borda de manera dramática todo este idealismo metafísico.

La consecuencia inevitable de la colaboración de los dirigentes de la CNT con los líderes republicanos y estalinistas, justificada por las circunstancias “excepcionales” de la guerra, no fue otra que su implicación en la reconstrucción del Estado burgués.

El 21 de julio en ese mismo palacio de la Generalitat, se constituyó a iniciativa de Companys el Comité Central de las Milicias Antifascistas de Cataluña (CCMA). Los dirigentes anarquistas permitieron la presencia en este comité de organizaciones burguesas como la Esquerra, y aceptaron que la representación del estalinismo, a través del PSUC recién constituido y la UGT, fuera muy superior a sus efectivos reales. Peor aún fue que con el beneplácito de los dirigentes confederales, se procediera al reparto del armamento incautado en los cuarteles entre todas las organizaciones “antifascistas”, permitiendo de esta manera proveer de un arsenal militar a formaciones que lo utilizarían posteriormente para combatir a la CNT, a sus militantes y a su obra Revolucionaria. Con todo, el Comité Central de las Milicias disfrutaba de una autoridad enorme, no por efecto de ninguna disposición legal, sino porque era la representación, aunque fuera indirecta, de las masas obreras armadas.

En aquellas circunstancias todavía era pronto para pensar en acabar con el doble poder de una forma abierta. Barrio a barrio, pueblo a pueblo, y fábrica a fábrica, los comités se multiplicaron por toda Catalunya, expresando los deseos de trabajadores y campesinos, y la fuerza real de cada organización.

Un proceso muy parecido se dio en la mayor parte del territorio republicano, a uno u otro nivel: en Málaga, en Asturias, en Valencia, en el Aragón liberado por las milicias catalanas, en La Mancha... Los comités de fábrica, las colectividades agrícolas, los comités de milicias, etc., controlaban la mayor parte de la economía y la sociedad. El Estado burgués se veía reducido a un Gobierno formal, a instituciones existentes sólo en el papel y con una autoridad real muy limitada.

¿Cómo fue posible, entonces, que en una situación en la que la correlación de fuerzas era tan favorable a la clase obrera, la República burguesa pudiera reconquistar el poder, hasta imponerse definitivamente y aplastar con las armas los organismos de poder obrero? La causa no fue la falta de conciencia socialista de la clase obrera o su falta de voluntad revolucionaria. La causa esta en otro lado. Fue la política errónea de las direcciones obreras la que abrió el camino a la contrarrevolución.

En este sentido, la responsabilidad de los dirigentes anarquistas que tenían en sus manos la organización más importante de los trabajadores y, por tanto, eran decisivos para inclinar la balanza del poder a uno u otro lado, fue tremenda. Si García Oliver, Federica Montseny o Abad de Santillán, hubieran querido cumplir con los ideales que habían proclamado durante años y ser leales a la causa de la militancia anarquista, jamás habrían consentido convertirse en ministros o consejeros de gobiernos que no tenían ninguna pretensión de hacer la revolución social. Por el contrario, habrían impulsado la acción de las masas y se habrían basado en sus instintos y en las conclusiones revolucionarias que estas mismas masas sacaban de su experiencia con rapidez.


Los dirigentes anarquistas, por la autoridad que poseían en el movimiento, podrían haber generalizado los comités, coordinándolos a nivel local y regional con delegados electos democráticamente en los diferentes comités de base y, sobre todo, haber creado un comité obrero estatal para dirigir la lucha militar y consolidar definitivamente el naciente poder de los trabajadores. Este era el camino, el único camino para vencer al fascismo. Completar la revolución socialista en el conjunto de la España republicana expropiando económicamente a la burguesía y destruyendo su Estado y, al mismo tiempo, llamar a la clase obrera mundial, especialmente de Francia y Gran Bretaña, a la solidaridad internacionalista activa, tanto militarmente como políticamente.

Un ejemplo y una política semejante se habrían convertido en un poderoso imán de atracción para el proletariado de Europa y de todo el mundo. Esa fue la gran lección de la revolución rusa y la explicación de su histórico triunfo.

Las conquistas revolucionarias bajo ataque

La reconstrucción del Estado burgués se fue realizando meticulosamente. El sacrifico y el esfuerzo de cientos miles de hombres y mujeres, militantes de base socialistas, comunistas, anarquistas, poumistas realmente paró el levantamiento y ese mismo impulso revolucionario, con la complicidad de todos los dirigentes obreros, se sometió a los órganos de poder republicanos.

En Catalunya, donde el doble poder había llegado más lejos, la Generalitat burguesa recondujo paulatinamente la situación. El 26 de septiembre de 1936 se constituyó el nuevo gobierno de la Generalitat con tres ministros de Esquerra Republicana, tres de la CNT, tres de Unión Campesina, uno de Acció Catalá, dos del PSUC y uno del POUM (Andreu Nin). La primera medida decisiva de la Generalitat reestablecida fue la disolución del Comité Central de Milicias, cuya autoridad recayó en los ministerios de Defensa y Seguridad interna, pero no fue la última.

Un decreto publicado el 9 de octubre de 1936 señalaba: “Artículo primero: se disuelven en Catalunya todos los comités locales, cualesquiera que sean sus nombres o títulos, junto con todas las organizaciones locales que pudieran haber surgido para aplastar al movimiento subversivo, sean sus objetivos culturales, económicos o de cualquier otra especie”. “Artículo segundo: cualquier resistencia a dicha disolución será considerada un acto fascista y sus instigadores entregados a los tribunales de justicia militar”. La disolución de los comités populares en Catalunya marcó el primer avance en la liquidación de las realizaciones revolucionarias en terreno republicano.

El otro jalón importante en la consolidación del Estado burgués se dio el 27 de octubre de 1936, cuando se promulgó el decreto de desarme de los obreros: “Artículo primero: todas las armas largas (fusiles, ametralladoras, etc.,), que obren en poder de los ciudadanos serán entregadas a las municipalidades, o requisadas por ellas, dentro de los ocho días siguientes a la promulgación de este decreto. Las mismas serán depositadas en el Cuartel General de Artillería y el Ministerio de Defensa de Barcelona para cubrir las necesidades del frente”. “Artículo segundo: Quienes retuvieran tales armas al fin del período mencionado serán considerados fascistas y juzgados con todo el rigor que su conducta merece”.

Los decretos no dejaban margen de duda. Se trataba de someter a los obreros a la política del gobierno. ¿Qué hicieron los dirigentes del POUM y la CNT ante estas disposiciones? Aunque en palabras los dirigentes del POUM abogaban por el poder obrero, las milicias y la revolución, en los hechos consintieron todos estos decretos, aprobados cuando participaban en el gobierno de la Generalitat. En el caso de la CNT ocurrió igual. Otra cosa diferente fue la reacción de los militantes poumistas y cenetistas que habían protagonizado el levantamiento y que se oponían frontalmente al desarme de los obreros y la liquidación de los comités.

En el POUM la sección madrileña aprobó por inmensa mayoría un programa de oposición basado en una política leninista. En Barcelona el movimiento de oposición a la política de Nin, Andrade y Gorkin dentro del POUM, también aumentó. El instinto revolucionario y la experiencia vivida bajo la República “democrática” habían escaldado a miles de obreros. En la práctica, la política del Frente Popular entraba en contradicción con las aspiraciones revolucionarias de los trabajadores.

En lo que se refiere al programa del gobierno central de Largo Caballero, la ofensiva contra la obra de la revolución fue aún más descarada y ruidosa que la de la Generalitat. Su margen de maniobra provenía directamente de las graves carencias que demostraban aquellos que se calificaban así mismos como revolucionarios. Ya hemos visto la actitud de los dirigentes cenetistas a favor de la colaboración con las fuerzas que apostaban por la restauración del viejo orden.


Siguiendo por la pendiente a la que se vieron abocados por sus acciones, uno de los mayores errores que cometieron fue permitir que las ingentes reservas monetarias del Banco de España siguieran en poder del Gobierno.

Vernon Richards escribe al respecto: “El 20 de julio el Gobierno de Madrid y la Generalitat de Cataluña solo existían en el nombre. Las fuerzas armadas, la guardia civil y los guardias de asalto se habían ido unos con los generales amotinados y otros con el pueblo. Los trabajadores armados no tenían el menor interés en apuntalar al Gobierno que solo dos días antes había sido parcheado para incluir elementos derechistas a objeto de facilitar un “arreglo” con los militares insurgentes. Todo cuanto nominalmente quedaba en poder del Gobierno Central era la reserva de oro, la segunda del mundo por su magnitud, de 2.259 millones de pesetas oro. La CNT no intentó siquiera incautarse de tal reserva. Repetía el error de los revolucionarios de la Comuna de París, que respetaron la propiedad de los bancos”[6].

La banca siguió controlada por el Gobierno y sus socios republicanos. Largo Caballero estableció el control bancario de los sindicatos para evitar la fuga de capitales, pero las industrias y las tierras colectivizadas estaban a merced de que el Gobierno les negase los préstamos necesarios para su actividad, tal como sucedió en innumerables ocasiones.

El control sobre los medios económicas de la sociedad era fundamental para el triunfo del poder obrero. Felix Morrow señala: “El control gubernamental del Tesoro y los bancos —ya que los obreros, incluidos los anarquistas, no llegaron a tomar los bancos y se habían limitado a crear una especie de control obrero sobre los mismos que no era más que una defensa contra la fuga de capitales de los fascistas y para obtener préstamos de capital para las fábricas colectivizadas— fue una poderosa palanca para estimular a gran cantidad de empresas extranjeras (que no habían sido tomadas), para que colocasen representantes del gobierno en las fábricas, para intervenir en el comercio exterior, para permitir la rápida expansión de fábricas y talleres pequeños que se habían salvado de la colectivización. El gobierno de Madrid utilizó su control sobre las reservas de oro como argumento inapelable en Catalunya, en los momentos en que Companys carecía de poder. Bajo el capitalismo contemporáneo el capital financiero domina la producción y el transporte. La toma de las fábricas y ferrocarriles por los obreros no derogó esta ley de la economía. Lo único que hicieron los obreros al tomar esas fábricas fue transformarlas en cooperativas de productores, sometidas aún a las leyes de la economía capitalista. Para liberarlas de esas leyes toda la industria y la tierra junto con el capital bancario y las reservas de oro y plata tendrían que haber pasado a ser propiedad del Estado obrero. Pero ello requería el derrocamiento del Estado burgués”[7].

En realidad, la misma situación se produjo en Catalunya, cuando la Esquerra Republicana utilizó el arma de los préstamos bancarios para chantajear y condicionar a las fábricas colectivizadas. Tarradellas afirmó sobre esta cuestión lo siguiente: “El consejero de Finanzas era yo. Por lo tanto, ante la negativa de la CNT de dar facilidades a este control de la Generalitat, di órdenes a todos los bancos de que no se pagase ningún cheque, ni se hiciera ninguna entrega a las fabricas colectivizadas, sin el permiso de la cancillería de la Generalidad. Entonces se encontraron los obreros en una situación difícil. Acabaron las existencias en metálico y en el momento en el que iban al banco, les decían que no, que necesitaban un permiso especial de la Generalidad. La Generalidad decía no, porque esta colectividad no está controlada por nosotros”[8].

En lo referido al campo, el Gobierno de Largo Caballero, con el objetivo de no causar mala impresión a las potencias “democráticas”, renunció a aprobar la nacionalización de la tierra en todo el país, promulgando un decreto (el 7 de septiembre de 1936) en el que se limitaba a legalizar el reparto de los latifundios de conocidos fascistas.

A esta concesión le siguió otra de un hondo calado. En agosto de 1936, el dirigente anarquista García Oliver trabó vínculos con miembros del Comité de Acción Marroquí (CAM) con el objetivo de que el Gobierno de la República procediese a declarar la Independencia de Marruecos. Lograrlo era fundamental para promover un levantamiento de la población en las cabilas rifeñas lo que podría haber provocado grandes problemas para el reclutamiento de combatientes marroquíes y, de esta forma, asestar un duro golpe a la capacidad de combate del ejército franquista.

Después de varias semanas de negociaciones, el Comité Central de Milicias Antifascistas firmó con el CAM (20 de septiembre) un acuerdo en el que Catalunya reconocía la independencia de la colonia. Sin embargo, cuando una delegación conjunta del CCMC y del CAM se trasladó a Madrid con el objetivo de entrevistarse con largo Caballero, proceder a ratificar el acuerdo y darle legalidad internacional, toda la operación se vino abajo. El Gobierno central no estaba dispuesto a enemistarse ni con Francia, potencia colonial de Marruecos, ni con Gran Bretaña. De esta manera, los intereses del imperialismo en Marruecos y en el Magreb, aceptados sin rechistar por el Gobierno republicano, pesaban más en la balanza que una acción que podría haber jugado un papel esencial en debilitar militarmente al ejército fascista.[9]

En octubre de 1936, el gobierno de Largo Caballero publicó el primer decreto de desarme de los obreros en retaguardia, a los que se sumó el del 15 de febrero de 1937 por el que se dictaba la retirada de todas las armas, incluidas las cortas, a quien no tuviera “permiso legal”. Posteriormente, el 12 de marzo, se ordenó a las organizaciones obreras requisar las armas cortas y largas a sus militantes y entregarlas en el plazo de 48 horas.


Meses antes, en noviembre, la CNT había aceptado integrarse en el Gobierno con cuatro ministros, dos de ellos de la FAI (García Oliver y Federica Montseny).

En su edición del día 4 de ese mes, Solidaridad Obrera, órgano de la CNT hacía la siguiente valoración: “La entrada de la CNT en el gobierno central es uno de los hechos más trascendentales que registra la historia política de nuestro país. De siempre, por principio y convicción, la CNT ha sido antiestatal y enemiga de toda forma de Gobierno. Pero las circunstancias, superiores casi siempre a la voluntad humana, aunque determinada por ella, ha desfigurado la naturaleza del gobierno y del Estado español. El gobierno, en la hora actual, como instrumento regulador de los órganos del Estado, ha dejado de ser una fuerza de opresión contra la clase trabajadora, así como el Estado no representa ya al organismo que separa la sociedad en clases. Y ambos dejarán de oprimir al pueblo con la intervención en ellos de la CNT. Las funciones del Estado quedarán reducidas, de acuerdo con las organizaciones obreras, a regularizar la marcha de la vida económica y social del país. Y el gobierno no tendrá otra preocupación que la de dirigir bien la guerra y coordinar la obra revolucionaria en un plan general. Nuestros camaradas llevarán al gobierno la voluntad colectiva y mayoritaria de las masas obreras reunidas previamente en grandes asambleas generales. No defenderán ningún criterio personal o caprichoso, sino las determinaciones libremente tomadas por los centenares de miles de obreros organizados en la CNT.

Es una fatalidad histórica lo que pesa sobre todas las cosas. Y esta fatalidad la acepta la CNT para servir al país, con el interés puesto en ganar la guerra y para que la revolución popular no sea desfigurada. Tenemos la seguridad absoluta de que los camaradas elegidos para representar a la CNT en el gobierno sabrán cumplir con el deber y la misión que se les ha encomendado. En ellos no se ha de ver personas, sino a la organización que representan. No son gobernantes ni estatales sino guerreros y revolucionarios al servicio de la victoria antifascista. Y esa victoria será tanto más rápida y rotunda cuanto mayor sea el apoyo que les prestemos”[10].

La guerra es la continuación de la política por otros medios

La tarea más importante que se impuso el Gobierno de Largo Caballero fue la liquidación de las milicias obreras y su integración en un ejército republicano regular y centralizado, objetivo por el que clamaban constantemente los dirigentes estalinistas. Miles de militantes comunistas combatían sinceramente por el triunfo de la revolución, y aceptaban las directrices de su dirección por que confiaban en que ésta representaba la tradición de Octubre y del socialismo. No se puede decir lo mismo de muchos de sus dirigentes que aplicaron, con vehemencia, la política de Stalin en todos los terrenos.

“Es totalmente falso” declaraba Jesús Hernández, editor de Mundo Obrero (6 de agosto de 1936), “que el objetivo de esta movilización obrera sea la instauración de una dictadura proletaria al fin de la guerra. No puede decirse que tengamos un fin social para participar en la guerra. Los comunistas somos los primeros en repudiar semejante suposición. Nos motiva únicamente el deseo de defender la República Democrática...”. L’Humanité, órgano del partido Comunista Francés publicó a principios de agosto la siguiente declaración: “El Comité Central del PCE nos solicita que informemos al público, en respuesta a los informes fantásticos y tendenciosos de ciertos diarios, que el pueblo español no busca la instauración de la dictadura del proletariado, sino que conoce un solo objetivo: la defensa del orden republicano, respetando la propiedad”.

Las intenciones del estalinismo en el terreno práctico eran públicas. Adoptando una actuación enérgica con el fin de dejar atrás la situación revolucionaria abierta tras el 19 de julio y restablecer la “legalidad” republicana, los dirigentes del PCE propagaron la consigna de “ganar primero la guerra y luego hacer la revolución”. Este eslogan, repetido hasta la saciedad, era clave para el objetivo de disolver las milicias obreras fuera del control del gobierno y ligadas directamente a la conciencia revolucionaria de las masas. Acabar con el armamento independiente del proletariado era una condición indispensable para ahogar el movimiento revolucionario.


Toda la maquinaria propagandista de la Internacional Comunista estalinizada se puso a trabajar en este objetivo. Las milicias fueron calumniadas y desprestigiadas. Se hablaba de la indisciplina, la “anarquía”, incluso se hicieron populares las insinuaciones sobre las orgías con prostitutas que, según fuentes del gobierno, minaban la moral combatiente. Se olvidaba el papel trascendental que estas milicias jugaron en las primeras semanas del golpe militar, tanto para derrotar a los militares fascistas en las grandes ciudades cuando el gobierno republicano se negó a tomar ninguna medida contra ellos y mucho menos armar al pueblo, como en las primeras batallas en el frente. Es cierto que la descoordinación, la falta de armamento y entrenamiento de las milicias eran una grave dificultad a la hora de combatir a un ejército profesionalizado y con un armamento muy superior, pero negar o simplemente olvidar su papel decisivo en los momentos claves, el valor y la voluntad de los trabajadores que las integraban y que derramaron su sangre en la lucha, es una tergiversación de la historia con fines espurios.

Probablemente un tercio de las fuerzas militares en la zona republicana estaban bajo control de la CNT. Las milicias anarquistas habían logrado mantener una posición preponderante en Aragón, dónde habían liberado partes importantes del territorio con una política militar ligada a la consolidación de las conquistas revolucionarias.

Junto con la supresión de las milicias, las tareas policiales, que en los primeros meses de la insurrección recayeron en las patrullas obreras y en las milicias de retaguardia en Madrid y Barcelona, fueron sometidas de nuevo al control de la Guardia Civil, rebautizada por Largo Caballero como Guardia Nacional Republicana.

La fuerza de Carabineros, (encargada de las aduanas), se reconstruyó hasta alcanzar más tarde, bajo el gobierno de Negrín, los 40.000 efectivos. El gobierno, para aumentar el control sobre estas fuerzas, aprobó un decreto prohibiendo la pertenencia a ningún partido y sindicato de los miembros de la Guardia Nacional, de Asalto y de los Carabineros. En Catalunya la cosa fue diferente, entre otras razones, porque la influencia del estalinismo era mucho menor. Cuando el ministro de Orden Público de la Generalitat, Jaime Aiguadé, intentó aplicar un decreto similar y disolver las patrullas obreras, se encontró con una fuerte resistencia de los militantes de CNT, FAI.

Es obvio que en el combate contra una fuerza militar centralizada y profesionalizada en un alto grado como era el ejército de Franco, que contaba con el apoyo material, humano y logístico de las potencias fascistas, era decisivo oponer la maquinaria de guerra más perfeccionada posible. La necesidad de un ejército centralizado y disciplinado estaba fuera de dudas si el proletariado español quería vencer. Pero al abrigo de la consigna sobre el mando único, se escondía un debate de gran calado.

La pregunta crucial en toda guerra civil, que tiene un porcentaje excepcional de lucha política, es la siguiente ¿Qué clase social controla el ejército, la burguesía o el proletariado? No es posible crear un ejército rojo en el seno de un Estado burgués. Para disponer de un ejército capaz de luchar contra el fascismo con éxito, librando una guerra revolucionaria, la clase obrera debía tomar el poder y colocar todos los recursos materiales bajo su control.

La experiencia militar de la revolución y la guerra civil rusa fueron extraordinariamente claras. ¿Cómo pudieron vencer los bolcheviques? ¿Acaso porque tenían más armas que los ejércitos imperialistas, más cuadros técnicos que el ejército blanco contrarrevolucionario? No, esta no fue la razón.

El factor decisivo de la victoria de los bolcheviques fue que disponían de un Estado obrero y una clara estrategia revolucionaria. “En una guerra civil”, escribió Trotsky, “una parte fundamental de la lucha se desarrolla en el terreno político. Los combatientes del ejército republicano tienen que tener conciencia de que combaten por su completa emancipación social y no por restablecer las anteriores formas de explotación. Lo mismo debe hacerse comprender a los obreros y sobre todo a los campesinos tanto en la retaguardia del ejército revolucionario, como en la del ejército enemigo.”

La historia ha ratificado una y otra vez la anterior afirmación de Trotsky ¿No ha sido esta la actitud que han observado siempre aquellas fuerzas que han salido victoriosas de cualquier revolución, incluso de las revoluciones burguesas? ¿No fue ese el comportamiento de Cromwell y del Nuevo Ejército Modelo en sus combates contra las tropas monárquicas durante la revolución inglesa de 1640? ¿No fue esa la actitud de los ejércitos franceses en su lucha contra los ataques contrarrevolucionarios de los realistas y sus aliados europeos?

Si la burguesía venció con métodos revolucionarios a las fuerzas del antiguo régimen feudal, el proletariado, para vencer a la burguesía, tiene la obligación de emplear métodos semejantes o pagar el precio de una derrota cruel.

Trotsky desarrolló de forma concreta la política militar revolucionaria que podía asegurar el triunfo del proletariado español:

“Las condiciones para la victoria de las masas en la guerra civil contra los opresores son:

“1.- Los combatientes del ejército revolucionario deben tener plena conciencia de que combaten por su completa emancipación social y no por el restablecimiento de la vieja forma (democrática) de explotación.

“2.- Lo mismo debe ser comprendido por los obreros y campesinos, tanto en la retaguardia del ejército revolucionario como en la del ejército enemigo.

“3.- La propaganda, en el frente propio, en el frente adversario y en la retaguardia de los dos ejércitos, tiene que estar totalmente impregnada por el espíritu de la revolución social. La consigna: ‘primero la victoria, después las reformas’, es la fórmula de todos los opresores y explotadores.

“4.- La victoria viene determinada por las clases y capas que participan en la lucha. Las masas deben disponer de un aparato estatal que exprese directa o indirectamente su voluntad. Este aparato sólo puede ser construido por los sóviets de los obreros, campesinos y soldados.

“5.- El ejército revolucionario (...) debe llevar a cabo inmediatamente en las provincias conquistadas las más urgentes medidas de revolución social...

“6.- Debe expulsarse del ejército revolucionario a los enemigos de la revolución socialista, es decir, de los explotadores y sus agentes, aunque se disfracen con la máscara de ‘democráticos’, ‘republicanos’...

“7.- A la cabeza de cada División debe figurar un comisario con una autoridad irreprochable, como revolucionario y combatiente.

“8.- El cuerpo de mando (...) su verificación y selección debe realizarse sobre la base de su experiencia militar, de los informes aportados por los comisarios y de las opiniones de los combatientes rasos. Al mismo tiempo deben dedicarse esfuerzos en la preparación de comandantes procedentes de las filas de los obreros revolucionarios.

“9.- La estrategia de la guerra civil tiene que combinar las reglas del arte militar con la tareas de la revolución social...

“10.- El gobierno revolucionario, como comité ejecutivo de los obreros y campesinos, tiene que ser capaz de conquistar la confianza del ejército y del pueblo trabajador.

“11.- La política exterior debe tener como principal objetivo, despertar la conciencia revolucionaria de los obreros, los campesinos y las nacionalidades oprimidas del mundo entero...”[11].

La disciplina fue decisiva para el triunfo del Ejército Rojo en la guerra civil rusa, pero ésta surgía del grado de convencimiento de la tropa, de su compromiso con los objetivos de la lucha. La moral de los soldados rojos en Rusia provenía precisamente de que estaban convencidos de que libraban una guerra revolucionaria contra el zarismo y los imperialistas. Su lucha no era a favor de la “democracia burguesa” de los Kérenski y Tsereteli de turno, que ya habían demostrado la verdadera naturaleza de clase de su política, sino a favor del futuro de sus familias, de la tierra y las fábricas que habían expropiado a los terratenientes y burgueses, de la nueva sociedad que estaban construyendo. Cuando estas ideas penetraron en la conciencia de miles de soldados rojos se convirtieron en una fuerza imparable.

Mayo de 1937. Barricadas en Barcelona

En Catalunya los obreros anarquistas y poumistas, alarmados por los golpes contra la revolución, fueron traduciendo su descontento en oposición creciente y presión a sus dirigentes.

El 27 de marzo de 1937 los ministros de la CNT en la Generalitat abandonaron el gobierno catalán: “No podemos sacrificar la revolución al concepto de unidad”, declaraba la prensa de la CNT, “la unidad se ha mantenido sobre las bases de nuestras concesiones”. Pero en una situación revolucionaria son los hechos, y no las declaraciones periodísticas, lo único que cuenta y la dirección de la CNT había aceptado todas las medidas del gobierno burgués de Companys: desarme de los obreros, decretos de disolución de milicias y patrullas obreras...

En contraste con la actitud de los dirigentes anarquistas, las masas confederales no estaban dispuestas a hacer más concesiones. El surgimiento de grupos de oposición en la CNT-FAI, como Los Amigos de Durruti, ponía de manifiesto el estado de ánimo de los obreros. Un fenómeno similar ocurría en el seno del POUM, especialmente entre muchos de sus militantes barceloneses.

Mientras los dirigentes hablaban de revolución, en la práctica aceptaron los decretos del Gobierno y la Generalitat. El POUM era sin duda una de las organizaciones más honestas de cuantas combatieron en la revolución, y dirigentes como Andreu Nin pagaron con su vida por mantener esa honestidad. Pero la honestidad no puede sustituir un programa marxista. La política vacilante de sus líderes, centrista, provocó reacciones encontradas en la base, que no estaba dispuesta a tolerar más concesiones.

Las masas que habían aplastado la insurrección fascista el 19 de julio difícilmente aceptarían la liquidación de la revolución fácilmente, a pesar de que todas las acciones de los trabajadores que podían transformase en una contestación al Gobierno eran evitadas o prohibidas, como las manifestaciones del Primero de Mayo de ese año.

En las plazas donde todavía los elementos de poder revolucionario sobrevivían, como en Barcelona, el gobierno se esforzaba por acabar con ellos definitivamente. Durante las últimas semanas de abril los enfrentamientos entre la Guardia de Asalto y los obreros se multiplicaron: los trabajadores se negaban a ser desarmados. Pero incluso el desarme, fundamental para que el gobierno se emancipase del control de los trabajadores, se debía completar con el dominio absoluto de las comunicaciones, que en Barcelona todavía permanecían en manos de los comités obreros desde el 19 de julio. La Central Telefónica era un claro ejemplo de doble poder: el gobierno de Madrid se veía obligado a aceptar que sus comunicaciones con la Generalitat fueran controladas por los obreros, con el riesgo que eso suponía.

Con el objetivo de eliminar este obstáculo, el 3 de mayo un destacamento de Guardias de Asalto dirigidos por el dirigente del PSUC, Rodríguez Salas, intento desarmar a los milicianos que se encontraban en los pisos inferiores del edificio de la Telefónica. La reacción de los obreros anarquistas que custodiaban los pisos superiores fue inmediata y la refriega de disparos no se hizo esperar.

La provocación estalinista desencadenó la movilización de miles de obreros en las fábricas y en los barrios, que volvieron a tomar las armas y levantaron barricadas. El movimiento insurreccional se extendió como la pólvora por todas las zonas de la ciudad y fuera de ella, como en Lérida, donde la misma noche del 3 de mayo la Guardia Civil rindió sus armas a los obreros, o en Tarragona y Girona, donde los locales del PSUC y Estat Catalá fueron tomados como medida preventiva por militantes del POUM y CNT.


Los dirigentes del POUM y la CNT tenían en sus manos la capacidad de dar un cambio drástico a la situación. Apoyándose en la acción revolucionaria de los obreros de Barcelona podían haber tomado el poder en una vasta zona, haber profundizado el control obrero en las fábricas y las colectivizaciones en toda Catalunya, realizado la centralización de las milicias para librar una guerra revolucionaria contra Franco y hacer un llamamiento a los trabajadores del resto de la península para seguir su ejemplo. Los trabajadores catalanes marcaban de nuevo con su acción el camino de la revolución socialista.

Aquellas jornadas de mayo han pasado a la historia como el canto del cisne de la revolución.

El martes 4, la prensa de la CNT pedía la dimisión de Salas pero no mencionaba ni una sola palabra sobre los obreros insurrectos. Tampoco en La Batalla, órgano del POUM, se proponían consignas ni directrices. Los dirigentes de la CNT optaron por pedir a los obreros que abandonasen las barricadas y se sometiesen a la disciplina del Frente Popular. En ese momento, la escisión entre los militantes anarquistas, combatientes activos de las barricadas, y sus líderes alcanzó el punto máximo.

Una política revolucionaria seria por parte del POUM, cuyos militantes fueron saludados calurosamente por los miembros de la CNT en el fragor de la batalla callejera, podría haber atraído a sus filas a miles de obreros y jóvenes anarquistas. Sin embargo, los líderes del POUM no tomaron ninguna iniciativa. A pesar de todo, los obreros no se movieron. Los ministros de la CNT tuvieron que realizar un gran esfuerzo por convencer a los trabajadores confederales para que depusieran su actitud. Federica Montseny y García Oliver se dirigieron una y otra vez por radio a los militantes anarquistas para que abandonasen las barricadas, propagando una profunda desmoralización y frustración entre los mejores combatientes de la revolución.[12]

Un mes antes de estos acontecimientos, un destacado militante anarquista italiano exiliado en Barcelona, Camilo Berneri, escribió lo siguiente en una carta abierta dirigida a Federica Montseny: “Es hora de darse cuenta de si los anarquistas estamos en el Gobierno para hacer de vestales a un fuego, casi extinguido, o bien si están para servir de gorro frigio a politicastros que flirtean con el enemigo, o con las fuerzas de la restauración de la república de todas las clases. (...) El dilema guerra o revolución no tiene ya sentido. El único dilema es éste: o la victoria sobre Franco gracias a la guerra revolucionaria, o la derrota (...) El problema para ti, y para los otros compañeros, es el de escoger entre el Versalles de Thiers o el París de la Comuna”[13].

Los dirigentes de la CNT superados completamente por su base militante, propusieron un “acuerdo” a los trabajadores insurrectos para levantar las barricadas: cada partido mantendría sus posiciones y los comités responsables serían informados si en algún lugar se rompía el pacto. Obviamente, el gobierno aceptó la propuesta con tal de frenar el movimiento. Los líderes de la CNT y el POUM, contentos con las declaraciones del gobierno instaron a los obreros a abandonar las barricadas y volver al trabajo. Tan sólo el pequeño grupo de los Bolcheviques-Leninistas (sección española de la IV Internacional) y Los Amigos de Durruti distribuyeron propaganda revolucionaria en las barricadas emplazando a los trabajadores a continuar la ofensiva.

El miércoles 5 de mayo, representantes del Gobierno y dirigentes anarquistas se trasladaron a Lérida a detener a un grupo de 500 milicianos de la CNT y POUM que se dirigían a la ciudad en apoyo de los obreros insurrectos. El jueves 6 de mayo, el Gobierno movilizaba ya a 1.500 guardias de asalto desde Valencia con la intención de desarmar a los obreros barceloneses. Los líderes de la CNT entregaron todo el poder militar a los mandos enviados por el gobierno republicano.

El resultado no se hizo esperar: la represión se cebó contra los trabajadores que fueron desarmados violentamente por los guardias de asalto provenientes de Valencia. Además de los 500 muertos, y cerca de dos mil heridos de los enfrentamientos entre los obreros revolucionarios y las fuerzas republicanas y estalinistas, las cárceles empezaron a abarrotarse de militantes de la CNT y el POUM, acusados de “contrarrevolucionarios”.

En junio de 1937 el POUM fue disuelto, sus principales dirigentes fueron detenidos y encarcelados, y miles de militantes tuvieron que pasar a la clandestinidad. Andreu Nin, después de sufrir brutales torturas, fue asesinado por un comando especial de la GPU, policía política estalinista.


Este crimen provocó la reacción de muchos trabajadores e intelectuales, dentro y fuera del Estado español. Los muros de numerosas ciudades se pintaron con la proclama “¿Dónde está Nin?”, que a su vez era contestada por el estalinismo con una soflama indigna: “En Salamanca o en Berlín”. Al igual que Nin, decenas de militantes anarquistas, poumistas y trotskistas fueron eliminados por la represión del aparato estalinista, siguiendo el guion que en la URSS llevó a los campos de concentración y a los piquetes de fusilamiento a decenas de miles de comunistas, asesinados por orden directa de Stalin.

El final de la revolución y la derrota militar. La dictadura de Franco

El aplastamiento militar de los obreros barceloneses en Mayo de 1937, representó el capítulo final de la revolución y también de la posibilidad de alcanzar la victoria militar frente a Franco. Después de mayo, la crisis política no solo sancionó la derrota del ala revolucionaria, también tuvo otras víctimas: Largo Caballero fue expulsado del Gobierno mientras las fuerzas proclives a las posiciones del estalinismo dominaban el aparato estatal.

Negrin, enfrentado a Caballero y a la izquierda socialista, fue nombrado jefe del Ejecutivo y ministro de Guerra. A medida que la guerra presentaba los tonos más sombríos para el Gobierno republicano, Stalin perdía interés por los acontecimientos españoles: sus miras estaban puestas ya en otros objetivos. No tardaría mucho en firmarse, sobre el cadáver de la revolución española, el infame pacto Molotov-Ribbentrop en agosto de 1939 por el que Stalin sellaba una alianza con Hitler.

Con la derrota de la revolución en la península ibérica, el camino a la Segunda Guerra mundial quedaba despejado y ninguna maniobra diplomática de Stalin lo podría evitar.

Durante la revolución alemana de 1848, Marx y Engels llegaron a varias conclusiones de gran alcance. La primera, que aquellos acontecimientos habían despejado cualquier duda sobre el papel contrarrevolucionario de la burguesía, incapaz de llevar adelante las tareas propias de la revolución democrático-burguesa por miedo a verse desbordada por el proletariado.

La segunda, la inconsistencia política de la pequeña burguesía, dispuesta siempre, en palabras de Marx, “a poner fin a la revolución lo más rápidamente posible, después de haber obtenido las reivindicaciones mínimas”. El propio Marx, partiendo de las enseñanzas del proceso vivo de la revolución, concluyó: “Nuestros intereses y nuestras tareas consisten en hacer la revolución permanente hasta que sea descartada la dominación de las clases más o menos poseedoras, hasta que el proletariado conquiste el poder del Estado”. A las lecciones de la revolución de 1848, Marx y Engels añadieron las de la Comuna de París: no es suficiente con apoderarse del Estado burgués, es necesario destruirlo. Toda la historia posterior de las revoluciones vino a confirmar rotundamente esta idea.

La guerra y la revolución son hechos excepcionales que prueban a todas las clases y a todos sus agrupamientos políticos. De todas las ocasiones en que los trabajadores desafiaron el poder de la burguesía en las tres primeras décadas del siglo XX, sólo en una, durante la Revolución de Octubre de 1917, se alzaron con el triunfo. Y la razón de este éxito, además de la voluntad del proletariado y el campesinado ruso por llevar el movimiento hasta el final, hay que buscarla en la existencia de un estado mayor revolucionario a la altura de las tareas que demandaba la historia. Ese estado mayor era el Partido Bolchevique.

La revolución española de 1931-1939 fue la oportunidad más importante de que dispuso el movimiento obrero de Europa occidental desde la Revolución Rusa y el fracaso de la insurrección espartaquista de 1919 en Alemania. El triunfo de los obreros españoles podría haber cambiado toda la historia posterior creando un balance de fuerzas completamente diferente cuando se estaba al borde de la Segunda Guerra Mundial. Y, aunque los trabajadores españoles cayeron derrotados en el campo de batalla, su lucha causó una conmoción entre el movimiento obrero mundial sólo comparable a la de aquellos diez días que estremecieron al mundo, en octubre de 1917.

La gesta del proletariado español por la revolución socialista y contra el fascismo se extendió durante tres años de lucha en las trincheras, en memorables combates donde una generación maravillosa derramó generosamente su sangre. La matanza con que Franco regó la retaguardia pasó a la historia. Entre julio de 1936 y abril de 1939, la represión contrarrevolucionaria de la burguesía y los terratenientes en la zona franquista contra los trabajadores, los campesinos sin tierra y sus organizaciones fue feroz: más de 150.000 personas fueron ejecutadas por las bandas falangistas, requetés y el ejército franquista.

Después del triunfo franquista en abril de 1939 y hasta bien entrada la década de los cuarenta, los tribunales militares de excepción, y las ejecuciones sumarísimas, acabaron con la vida de, al menos, otras 90.000. Al acabar la guerra, cerca de 500.000 presos abarrotaban los campos de concentración y las cárceles. Decenas de miles fueron empleados en los “batallones de trabajo”, como esclavos al servicio de grandes empresarios y familias de la oligarquía que hicieron fortunas formidables al abrigo de la dictadura. Miles murieron por las condiciones infrahumanas que tuvieron que soportar. Todas las conquistas del movimiento obrero y las libertades democráticas fueron eliminadas y las organizaciones de los trabajadores aplastadas. El país sufrió cuarenta años de dictadura militar, una dictadura respaldada con ardor por los poderes tradicionales: la oligarquía económica, la Iglesia católica, los intelectuales de la derecha, el imperialismo occidental.

León Trotsky y la revolución española

La obra de Trotsky sobre la revolución de 1931-39 supone un tesoro de teoría, táctica y estrategia marxista, comparable a sus escritos sobre el ascenso del fascismo en Alemania, o los que dedicó a la Revolución Rusa. Los artículos recogidos en este libro no dejan de sorprender por la profundidad y rigor de sus análisis y la certeza de sus predicciones.


Trotsky comenzó sus trabajos sobre la revolución española en 1930, durante su exilio en la Isla de Prinkipo. En aquellas circunstancias, el viejo revolucionario expulsado de la URSS por la camarilla estalinista se encontraba aislado del foco de los acontecimientos mundiales. Aún en la lejanía, sus textos críticos hacia la política del estalinismo, su análisis del fascismo y el bonapartismo, de la táctica del frente único, son sobresalientes por muchos aspectos, pero sobre todo porque representan el hilo conductor de la política leninista frente a la caricatura que de ella hacían sus epígonos.

Aquellos trabajos han pasado al arsenal del marxismo como un ejemplo brillante de estrategia revolucionaria. Y lo más significativo, fueron realizados paralelamente a sus trabajos sobre la naturaleza del estalinismo y las perspectivas para la URSS que, como los acontecimientos posteriores han probado, representan una aportación teórica de envergadura histórica. Gracias a ellos la bandera del marxismo revolucionario pudo ser legada a las generaciones posteriores.

León Trotsky tenía un conocimiento importante del movimiento revolucionario español. Mantuvo entrevistas con los delegados españoles al II Congreso de la Internacional Comunista y desde fechas tempranas había trabado relaciones con comunistas españoles, especialmente con uno de ellos procedente de las filas del sindicalismo revolucionario: Andreu Nin.

El revolucionario catalán permaneció bastantes años en la URSS como secretario de la Internacional Sindical Roja y colaborador del Buró Latino del Comité Ejecutivo de la Internacional que trataba de los asuntos relacionados con el partido español. De aquellos años data su solidaridad política con León Trotsky en su combate contra la degeneración burocrática del Estado soviético y del Partido Comunista de la URSS, y su consiguiente participación, como militante destacado, en las filas de la Oposición de Izquierdas. Nin fue de los últimos oposicionistas extranjeros en abandonar la URSS, después de colaborar en su actividad clandestina junto a Víctor Serge, otro viejo irreductible salvado en el último momento de las purgas estalinistas.

Andreu Nin y León Trotsky mantuvieron una amplia correspondencia desde 1930 hasta 1934, fecha de la ruptura política entre ambos. Las divergencias de Trotsky con los oposicionistas de izquierda españoles han sido ampliamente documentadas y respondían a diferencias políticas de índole táctica y estratégica. Diferencias que se agigantaron en el transcurso de 1936 después de la firma del pacto de Frente Popular por parte del POUM, representado en ese acto por Juan Andrade, un viejo militante años antes compañero de ideas de Trotsky.[14]

En los años en que Trotsky escribió los textos que presentamos en esta edición, los ataques del estalinismo contra el compañero de armas de Lenin, contra el fundador del Ejército Rojo y dirigente de la Internacional Comunista, alcanzaron su punto culminante. Stalin desató una furiosa campaña que llegó hasta el último rincón del movimiento obrero contra Trotsky y el trotskismo, a los que calificó, siguiendo el método de difamación y calumnias que le era característico, como una variante del fascismo.

El epíteto trotskofascista fue popularizado en todo el mundo y escupido una y otra vez contra cualquiera que discrepase de la línea oficial de Moscú. Esta monstruosa campaña de criminalización política tuvo su jalón más sangriento con los juicios farsa de Moscú que, a partir de 1936, llevaron al paredón de ejecución a la vieja generación de bolcheviques que hizo la Revolución de Octubre. La represión contra miles de comunistas que representaban la memoria viva de la revolución, contra los camaradas de Lenin, a pesar de ser un acto de lesa traición era necesaria para la consolidación del nuevo poder burocrático.

Stalin no limitó su campaña de purgas al territorio soviético, también la extendió al corazón de la revolución española. La represión contra el POUM, el asesinato de cuadros y militantes revolucionarios, las calumnias contra las organizaciones anarquistas que no aceptaban el curso reaccionario de los acontecimientos, fueron el sello de la actuación del estalinismo en aquellos años. Como señalara Camilo Berneri, el dirigente anarquista italiano asesinado tras las jornadas de Mayo en Barcelona, la actuación del estalinismo “olía a Noske”.[15]

León Trotsky consideró la revolución protagonizada por los trabajadores y campesinos españoles como la última gran oportunidad de cambiar el curso de la historia antes de que la civilización se precipitara en el abismo de una nueva carnicería imperialista.

Recientemente se han abierto los archivos del Ejército Rojo, de la Comintern y de los servicios secretos soviéticos dedicados a la revolución española. Los estudios realizados al respecto confirman las denuncias que Trotsky y sus compañeros realizaron sobre los auténticos objetivos del estalinismo en España. De estos documentos se desprende que el interés de Stalin fue impedir a cualquier precio el triunfo de la revolución socialista en suelo ibérico. Por eso, el valor añadido de estos textos de León Trotsky resalta, precisamente, porque plantean lo que nadie se atrevía a denunciar en aquellos días de ignominia. Todo el genio acumulado a través de las experiencias de la revolución rusa de 1905, la guerra imperialista, octubre de 1917, la guerra civil y la lucha por el poder soviético, de la TERCERA Internacional en sus años heroicos..., se muestra con una fuerza sorprendente a lo largo de estas páginas que no dejaran indiferente al lector.

Pincha aquí para ir a la primera parte.

Notas.

[1] Abraham Guillén, Op. Cit., p. 10.

[2] Felix Morrow, Revolución y contrarrevolución en España. Fundación Federico Engels. Madrid, 2016, p. 129.

[3] León Trotsky, Lección de España: última advertencia. En León Trotsky, Escritos sobre la revolución española (1930-1939). Fundación Federico Engels. Madrid, 2010.

[4] La literatura al respecto es abundante. Cabe citar los excelentes trabajos de Abel Paz, tanto la biografía de Durruti como sus textos sobre las jornadas revolucionarias en Barcelona ya mencionados. También es notable su libro La cuestión de Marruecos y la república española, y su biografía, libros editados por la Fundación de Estudios Libertarios Anselmo Lorenzo (Madrid). También es importante reseñar la obra de Jose Peirats, La CNT en la revolución española (tres volúmenes), AA La Cuchilla, Cali-Colombia 1988, donde el autor maneja un volumen excepcional de documentación interna de la CNT. Otra obra de gran interés es el libro de Vernon Richards citado ya en este artículo. Por último en el gran trabajo de Bolloten se puede seguir la evolución de la política de la CNT-FAI en los aspectos decisivos de la revolución.

[5] Diego Abad de Santillán, citado por Pierre Broué y Émile Témime en La revolución y la guerra de España. Fondo de Cultura Económica, México 1962, Tomo I, p. 121.

[6] Vernon Richards, Op. Cit., p. 33.

[7] Felix Morrow, Op. Cit., p. 131.

[8] Entrevista con Tarradellas aparecida en el quinto episodio (Cara y cruz de la revolución) de la serie documental La Guerra Civil española, producida por Granada Colour Protuction.

[9] Ver Abel Paz, La cuestión de Marruecos y la República española. Fundación de Estudios Libertarios Anselmo Lorenzo, Madrid 2000.

[10] Citado por José Peirats, La CNT en la revolución española. Editorial La Cuchilla, Calí, Colombia, 1988, p. 220.

[11] León Trotsky, España, última advertencia. En León Trotsky, Escritos sobre la revolución española (1930-1939).

[12] Burnett Bolloten, autor de una de las grandes obras sobre la revolución española y la guerra civil, reseña la actuación de los líderes anarquistas registradas en las conversaciones efectuadas por radio en aquellas jornadas: “El jueves 6 de mayo por la tarde, se recibió en casa CNT-FAI la noticia de que 1.500 guardias de Asalto habían llegado a las afueras de Tortosa, 190 kilómetros al sur de Barcelona. Tanto Federica Montseny, ministra de Sanidad, que había llegado el día anterior para colaborar en los intentos de pacificación, como Mariano Vázquez, secretario de la CNT, se apresuraron a ir al Palacio de la Generalitat para comunicarse con Valencia [sede del gobierno de la República]. No sin razón temían que los guardias de Asalto provocaran a su paso insurrecciones en las localidades del camino controladas por anarquistas. Recayó en el cenetista García Oliver, ministro de Justicia que había regresado a Valencia, y en Ángel Galarza, ministro de Gobernación, la tarea de convencer a Vázquez y a Montseny de que facilitaran el paso de los guardias de Asalto por Catalunya y que restablecieran la calma en la ciudad antes de la llegada de los refuerzos. Las discusiones secretas que tuvieron lugar por telégrafo para poner fin a la lucha forman parte de las notas y documentos de Companys sobre los sucesos de mayo, de los cuales se reproducen a continuación los fragmentos más importantes:

“García Oliver: Aquí Valencia, Gobernación. ¿Está el ministro de Sanidad?

“Montseny: Sí... oye, García. Mariano va a hablarte y luego hablaremos con Galarza.

“Vázquez: (...) En muchos lugares la rotura de carnés de la CNT ha sido sistemática... Cinco compañeros de la escolta de Eroles (Dionisio Eroles, anarquista y jefe de los servicios del Comisariado General de Orden Público) han sido sacados de sus lugares y asesinados. Estas y otras muchas causas parecidas han dado por resultado que los camaradas se hayan aprestado a la defensa. Situación ambiental más difícil al conocerse llegada Tortosa mil quinientos guardias. En estos momentos es imposible predecir lo que ocurrirá (...) Si fuerza pública que viene de Valencia sigue avanzando, no será posible evitar en el camino encendiendo hogueras en los pueblos que hasta el presente no hicieron para nada.

“García Oliver: Aquí García Oliver (...) Las fuerzas de Asalto que están en camino de Barcelona es indispensable que lleguen a su destino para reemplazar a las fuerzas de Barcelona, excesivamente agotadas, nerviosas y apasionadas en la lucha... Se impone que comprendáis así y lo hagáis comprender a los comités y a los compañeros, de la misma manera que es indispensable que lo hagáis comprender a todos los compañeros de los pueblos que deben cruzar estas fuerzas, de verdadera pacificación imparcial, absolutamente imparcial, porque el Gobierno no ignora que sin esta justa imparcialidad de las fuerzas públicas, el conflicto, lejos de solucionarse, se agravará, extendiéndose a toda Cataluña y al resto de España, con el consiguiente fracaso político y militar del Gobierno...” (Burnett Bolloten, La guerra civil española. Revolución y contrarrevolución. Alianza Editorial, Madrid 1995, pp. 700-701).

[13] Guerra di classe, 14 de abril de 1937, citado en Gabriel Jackson, Entre la reforma y la revolución, 1931-1939. Ed. Crítica.

[14] La Fundación Federico Engels ha publicado un monográfico dedicado a la revolución española en su revista Marxismo Hoy nº 3. Para conocer más en profundidad las relaciones entre Trotsky, la Izquierda Comunista, y los dirigentes de la Oposición de Izquierdas en el Estado español, hay una obra imprescindible aunque agotada desde hace tiempo. Se trata de los Escritos sobre la Revolución Española de León Trotsky, editados y anotados por Pierre Broué y publicados por Fontanella en 1977. Otro libro imprescindible, que defiende el punto de vista de los Bolcheviques-Leninistas (trotskistas), es el magnífico texto escrito por Grandizo Munis en 1948, Jalones de derrota, promesa de victoria, (editorial ZYX, Madrid 1977, nueva edición de Muñoz Moya Editores, Badajoz, 2003). También se puede consultar otro libro excepcionalmente documentado de Pelai Pagès, El movimiento trotskista en España (1930-1935) (Península, Barcelona, 1977).

[15] Gustav Noske, dirigente socialdemócrata alemán y responsable de los cuerpos francos que aplastaron la insurrección espartaquista en enero de 1919. Implicado directamente en el encubrimiento del asesinato de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht.


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