Las elecciones de 10-N ofrecen importantes lecciones sobre la situación política del Estado español. En primer lugar, el bloque de la derecha (PP, Vox, Cs y Navarra Suma) apenas avanza: aunque ganan dos diputados más, retroceden 881.000 votos respecto a las elecciones de abril. El partido de Albert Rivera sufre un colapso completo, y los sufragios de Vox y PP no recogen el total de lo que se pierde Cs. En segundo lugar, la estrategia del PSOE, basada en una campaña españolista y represiva contra el pueblo catalán, fracasa y alienta el avance de la extrema derecha. Pedro Sánchez gana las elecciones pero se deja en el camino 727.772 votos (pasa de 7.480.755 en abril a 6.752.983 el 10-N) y 3 diputados (de 123 a 120).

En Catalunya, ¡PP, Vox y Cs suman tan sólo 6 diputados de un total de 48! La izquierda independentista logra 15: ERC 13 y CUP 2. En la Comunidad Autónoma Vasca no obtienen representación parlamentaria ni el PP, ni Vox, ni Cs, mientras en Nafarroa la coalición de derechas Navarra Suma logra 2 diputados —los mismos que en abril— y Vox no consigue escaño. Esta es la magra cosecha de años de furiosa represión franquista contra el derecho a decidir.

Colapso de Ciudadanos

Uno de los aspectos más relevantes de estas elecciones ha sido el brutal colapso de Cs. La extrema polarización y volatilidad de la situación política se refleja en que tan sólo hace 7 meses, en las elecciones de abril, Ciudadanos se colocó 200.000 votos por debajo del Partido Popular (4.136.600 de sufragios frente a 4.356.023) y sólo 9 escaños (57 frente a 66). Hoy, con Albert Rivera dimitido y fuera de la política, con Cs despareciendo de numerosas comunidades autónomas y con unos datos extremadamente negativos en Catalunya (216.000 votos, un 5,61%, cuando en las autonómicas catalanas de diciembre de 2017 obtuvo 1.109.732, el 25,2%), una de las apuestas estratégicas más importantes de la clase dominante se descompone.

La causa de esta debacle no se explica únicamente por los errores tácticos de Rivera (no facilitar la investidura de Sánchez) o por su soberbia (tratar de insistir en el sorpasso al PP). En realidad, el hundimiento de Cs tiene más que ver con la orientación general de la clase dominante, que ha hecho de la agitación españolista y la represión a los derechos democráticos del pueblo de Catalunya, el santo y seña de todos los partidos que se consideran pilares del régimen del 78.

Rivera basó su política en ver quién era más facha, quién decía las barbaridades más groseras contra Catalunya, quién proclamaba con más fuerza que había que volver al 155 y detener a Torra. No quería quedarse al margen de esta carrera. Y, en un contexto de polarización tan fuerte, la base social y electoral de la derecha —movilizada con una sobredosis de veneno anticatalán y un enorme deseo de venganza contra la clase obrera y la juventud por las luchas de estos años— se ha agrupado en torno a las formaciones que mejor lo garantizaban. Así, más de dos millones y medio de votantes han abandonado a Rivera llevando a la quiebra la empresa Ciudadanos S.A., y privando de paso a centenares de arribistas de su fuente de ingresos.

El avance de la extrema derecha

PP, Vox, Ciudadanos y Navarra Suma agruparon en las elecciones de abril un total de 11.276.920 votos, equivalente al 43,2%, y 149 diputados. El 10-N han reunido 10.395.920, es decir, 881.000 menos que hace siete meses, un 43,1% y 152 diputados (tres más), en un contexto de crecimiento de la abstención (10,5 millones y 6 puntos más que en abril).

No seremos los marxistas quienes minimicemos la trascendencia del aumento electoral de la extrema derecha, pero igual de erróneo sería exagerarlo ocultando la auténtica correlación de fuerzas en la sociedad y la capacidad que posee la clase obrera para batir a esta morralla política.

En primer lugar hay que subrayar que la extrema derecha de Vox no es algo nuevo, es la misma que ha estado agazapada en el seno del Partido Popular pero que hoy se muestra a cara descubierta y envalentonada para frenar tanto la movilización social como la lucha del pueblo catalán por la república. Cuando las fuerzas que fundaron Vox en diciembre de 2013 se escindieron del PP, estábamos todavía en el momento álgido de la rebelión social contra el gobierno de Rajoy. Desde entonces muchas cosas han cambiado.

La irrupción de Podemos no sólo fue un duro golpe para la socialdemocracia tradicional. La formación morada expresó en las urnas el movimiento de masas más importante desde los años de la transición, y reflejaba el profundo giro a la izquierda entre millones de trabajadores, jóvenes y de sectores empobrecidos de las capas medias. Poco tiempo después, en Catalunya se desataba un movimiento sin precedentes que mandó un obús a la línea de flotación del régimen capitalista español. Las jornadas del 1 y 3 de octubre de 2017 abrieron una crisis revolucionaria de largo alcance y consecuencias descontroladas que todavía no se ha podido liquidar.

En un contexto semejante, las fuerzas combinadas del aparato del Estado, la oligarquía financiera — incluyendo a la burguesía catalana—, los partidos del sistema y los medios de comunicación afines, se han lanzado a una carrera desenfrenada de criminalización de este movimiento, jaleando el nacionalismo españolista más rabioso. Vox ha llevado hasta las últimas consecuencias el programa que han esgrimido el resto de las formaciones del régimen, incluido el PSOE.

La pequeña burguesía enfurecida y nostálgica del franquismo, miles de “pequeños empresarios” que no son más que escoria explotadora, cientos de miles de funcionarios del Estado y de las fuerzas represivas de la policía, la Guardia Civil y el ejército… todo ese polvo social movilizado en torno a la propaganda más reaccionaria en defensa de la “unidad sagrada de la patria”, el racismo y la homofobia, ha visto una bandera de lucha en Vox. Atraídos por la falta de cualquier complejo a la hora de defender su carácter fascista, han elevado a Abascal a un pedestal. ¿Acaso ha sido diferente en otros países y en otros momentos semejantes de la historia?

La extrema derecha se nutre de la crisis social del capitalismo, y de la impotencia de la democracia parlamentaria y sus representantes tradicionales para sacar a la sociedad del impasse. Vox es el partido de la desesperanza contrarrevolucionaria, y constituye una gran amenaza para el movimiento obrero, para sus conquistas económicas y políticas, y para los derechos democráticos. Precisamente por ello, solo aplicando una política que rompa definitivamente con las lacras de este sistema y movilice la fuerza de millones de trabajadores y jóvenes, se podrá combatir con éxito a la extrema derecha.

Con todo, el avance de Vox hay que abordarlo con un sentido de la proporción. Respecto a las elecciones de abril ganan 962.890 votos (pasan de 2.677.173 papeletas, el 10,26%, a 3.640.063 y un 15,09 %) y más que duplican sus diputados: de 24 a 52. Se coloca como primera fuerza en Murcia y Ceuta, y en Almería, Huelva, Sevilla y Cádiz adelantan al PP y pasan de seis escaños a doce en Andalucía.

Estos resultados muestran la progresión de la extrema derecha, pero sobre todo señalan la redistribución de fuerzas en un bloque reaccionario que vuelve a fracasar en su objetivo de hacerse con el Gobierno. Vox y PP avanzan juntos 1,6 millones de votos respecto al mes de abril, pero Cs pierde 2,5 millones. Estos datos muestran que la derecha sigue lejos de sus resultados históricos, y tiene enormes dificultades para ensanchar su base social.

La otra consecuencia de este avance de Vox es que mete mucha presión sobre Pablo Casado. Cosechando su peor segundo resultado de la historia, el PP se tiene que conformar con una remontada modesta: pasa de 4.356.023 votos, el 16,7% y 66 diputados en abril, a 5.019.869, el 20,82 % y 88 diputados en noviembre. En las elecciones de 2016, con Rajoy a la cabeza, obtuvieron 7,9 millones de votos, el 33% y 137 diputados, y en 2011 fueron 10,8 millones, el 44,6% y 186 diputados (mayoría absoluta).

Si en aras de la gobernabilidad Casado facilita la investidura de Pedro Sánchez, no hay duda de que Vox reforzaría su apoyo en la base social del bloque reaccionario. En definitiva, un escenario que la clase dominante tampoco desea y complica mucho sus planes de dotar de estabilidad a un Gobierno que debe aplicar una agenda de más austeridad y recortes.

Las consecuencias del “Ahora España” de Sánchez

Tal como hemos señalado, si en abril el bloque de la derecha (PP, Cs., Vox y NA+) juntaron un total de 11,2 millones de votos, el 43,2 % y 149 diputados, la suma del PSOE, Unidas Podemos y la izquierda independentista (EHBildu, ERC, BNG) logró 13.239.980 votos, un 50,8% y 185 diputados.

El 10-N el bloque de la derecha ha perdido casi 900.000 votos, mientras que PSOE, UP, Más País, ERC, EHBildu, CUP, BNG y otras pequeñas formaciones, aunque sobrepasan al bloque reaccionario claramente, también caen: se quedan en 12.141.507 papeletas, 49,3% y 179 escaños. Obviamente dentro de esta pérdida global el partido que más retrocede, tal como hemos señalado al principio de este artículo, es el PSOE.

El objetivo de Pedro Sánchez para aumentar su apoyo de la llamada “mayoría cautelosa”— utilizando las palabras del Gurú de la Moncloa, Iván Redondo— ha sufrido un fuerte revés. No han arañado nada de los votos perdidos por Ciudadanos y se han dejado cientos de miles embolsados en la abstención. Pero hay mucho más.

La despreciable campaña de la dirección del PSOE, enfundada en la bandera rojigualda y actuando con una furia sin igual contra el pueblo catalán, ha dado alas a la extrema derecha. En Andalucía, que ha sido el granero tradicional de votos de a socialdemocracia, Vox se ha convertido en la tercera fuerza a sólo un 0,15% del PP, logrando 867.429 votos, el 20,39% y 12 diputados. La extrema derecha pasa de 0 diputados en 2016, a 6 en abril de 2019 y 12 el 10-N. La suma de PP y Vox avanza y mucho en Andalucía: casi 10 puntos porcentuales desde abril (pasa del 30,6 al 41%), gana 345.200 votos (de 1.396.419 a 1.741.619) e incrementa en 10 los diputados (de17 a 27). Estas son las consecuencias de la política del PSOE.

Pedro Sánchez se creyó sus propias mentiras y ha pagado el precio. Pretendió descargar sobre Unidas Podemos la responsabilidad del fracaso del Gobierno de coalición, cuando en realidad fue su actitud de servilismo ante los grandes poderes económicos lo que lo empujó a esta nueva convocatoria electoral. El fin estaba claro: lograr una alianza flexible con el partido de Albert Rivera en todos los llamados asuntos de “Estado”, para poder descargar sobre los hombros de la clase obrera y la juventud nuevos recortes y contrarreformas.

Pero Rivera ya es el pasado, y la campaña españolista del PSOE sólo ha servido para arrojar agua al molino de la derecha franquista.

Pablo Iglesias y Alberto Garzón pagan caro sus errores

Si la socialdemocracia se ha erigido como un pilar fundamental de la institucionalidad del 78, y asume con naturalidad sus alianzas con los grandes poderes fácticos en los asuntos fundamentales, la dirección de Unidas Podemos ha dado muestras de una gran incongruencia política.

Los dirigentes de Unidas Podemos han querido enmascarar un retroceso muy acusado en apenas tres años. El 10-N la coalición formada por Podemos e IU obtuvo 3.097.185 votos, lo que significa un retroceso de 635.744 respecto a abril (consiguió 3.732.929) y de 1.952.549 desde las elecciones de junio de 2016 (en aquel momento alcanzó los 5.049.734 de papeletas). En diputados significa pasar de los 71 obtenidos el 26 de junio de 2016, a 42 en abril de 2019 y 35 este 10-N. En definitiva, pierde más del 50% de sus diputados y casi el 40% de sus votos en estos tres años.

Si en 2016 el sorpasso estaba al alcance de la mano, con un PSOE que sacaba a Podemos menos de 375.000 votos (el primero tenía 5.424.709 y el segundo 5.049.734), tras el 10-N la diferencia ha pasado a ser de más de 3.600.000 votos a favor del partido de Sánchez, que duplica los votos de Iglesias y obtiene casi 16 puntos de distancia (28,6% para el PSOE y un 12,8% para Unidas Podemos).

Para matizar esta caída se puede argumentar que Más País de Errejón y Compromís obtienen 554.066 votos de los 635.744 que pierde UP, pero la cuestión de fondo es que los más de 800.000 votos que se deja Sánchez no son ganados por Unidas Podemos, incapaz de movilizar a los sectores abstencionistas de la izquierda y presentar un programa que se diferencie lo suficiente del PSOE para enfrentar a la ultraderecha.

Los datos en los diferentes territorios son muy elocuentes. En Catalunya fueron la primera fuerza en las elecciones de 2016, con 848.526 votos, 12 escaños y un 24,5%. En este 10-N mantienen los 7 diputados de abril, pero pasan de 614.738 votos a 546.733. En la Comunidad Autónoma Vasca pasan de ser la primera fuerza en 2016 con 333.730 votos, el 29% y 6 escaños, a ser la cuarta con 181.337, el 15,4% y 3 diputados. En Andalucía obtienen 6 diputados, es decir, pierden 3 de los 9 que tenían, y retroceden de 651.160 votos y un 14,2% logrado en abril, a 555.902 y un 13% en noviembre. En Madrid también pierden 150.772, al pasar de 609.802 en abril a 459.030 este 10-N, lo que se traduce en un diputado menos, de 6 a 5 y del 16,2 al 13% (en junio de 2016 obtuvieron 729.870 votos, el 21,2% y 8 diputados).

La dirección de Unidas Podemos ha renunciado a realizar la menor autocrítica. De la misma manera que no ha hecho apenas nada para combatir esta oleada de españolismo nauseabundo que ha sido el eje de campaña de los partidos del régimen del 78. Al contrario, su insistencia en que no querían hablar de Catalunya porque así se ocultaban los “problemas sociales”, ha sido el peor error de todos.

Muchos dirigentes de Unidas Podemos se declaran republicanos, anticapitalistas y no pocos comunistas. Sin embargo, han jugado el penoso papel de blanquear el “orden institucional” que niega el derecho a decidir y castiga con la represión y la cárcel a un pueblo que lucha por la república. La oportunidad que han desaprovechado para unificar este movimiento extraordinario con las aspiraciones de la clase obrera y la juventud del resto del Estado, les resta mucha credibilidad.

Su acusación de que el movimiento de liberación nacional en Catalunya hace juego a las élites, es completamente absurda. Los cientos de miles de trabajadores, de jóvenes, o los provenientes de las capas medias empobrecidas que llenan las calles de Catalunya en las demostraciones multitudinarias, no quieren una república de recortes y austeridad. Al contrario. Han dejado más que claro su rechazo de la oligarquía catalana que, por cierto, está fundida con la española combatiendo este movimiento.

Lo verdaderamente increíble es que Pablo Iglesias, Alberto Garzón y Ada Colau pretendan establecer una equidistancia imposible entre un pueblo que lucha y quienes lo reprimen. O peor aún, que llamen a acatar la sentencia del supremo, y justifiquen su respaldo al PSOE en esta cuestión, incluyendo la aplicación del 155 y la violencia policial, con tal de obtener unos ministerios en un Gobierno de coalición.

Los dirigentes de Unidas Podemos han errado en su análisis de la cuestión nacional, como lo ha hecho renunciando a defender un programa de ruptura con el capitalismo, abandonando las reivindicaciones más clasistas y avanzadas con las que Podemos irrumpió hace cinco años, y sustituyendo la lucha de clases y la movilización en las calles por los sillones del parlamento y las concejalías.

Necesitamos levantar una izquierda combativa contra el sistema

A diferencia del PSOE o Unidas Podemos, la izquierda independentista ha cosechado resultados muy buenos. En Euskal Herria, EHBildu pasa de 4 a 5 parlamentarios, y de 184.092 votos en 2016, a 258.840 en abril de 2019 y 276.519 el 10-N. En Catalunya, la CUP logra 2 diputados por Barcelona y 244.754 votos, mientras ERC, aunque baja de 15 a 13 escaños y de 1.015.355 votos a 869.934, sigue manteniendo unos buenos resultados si tenemos en cuenta que en junio de 2016 obtuvo 629.294 votos y 9 diputados. También el BNG ha recuperado su diputado y pasa de 44.902 papeletas en 2016, a 93.810 en abril de 2019 y 119.597 el 10-N.

El escenario que se dibuja de cara a componer un nuevo Gobierno es mucho más complejo que hace dos meses. Como ya hemos señalado, los planes de Sánchez de fortalecer su posición —y orillar así una coalición con Unidas Podemos— se han complicado notoriamente con el hundimiento de Cs y el ascenso de Vox.

Es evidente que las presiones para alcanzar un acuerdo con Unidas Podemos van a arreciar en las próximas semanas. En el caso de que quiera prescindir del apoyo del PP, Sánchez necesita cuando menos la abstención de algunas formaciones de la izquierda independentista para lograr la investidura. Pero este apoyo sin un acuerdo previo con Unidas Podemos será harto difícil.

Por otro lado, aunque Sánchez estuviera dispuesto a que el PP se abstuviera en segunda votación, quedaría atado a Pablo Casado para aplicar una dura agenda de contrarreformas. Pero esta posibilidad tampoco está clara, teniendo en cuenta el avance de Vox y los réditos que Abascal sacaría de esta maniobra.

Es difícil asegurar cual será la combinación final. Unas terceras elecciones parecen poco probables: acabarían por provocar una fuerte desmovilización de la base social de la izquierda y podrían dar el triunfo al bloque reaccionario. Por eso, tampoco se puede descartar que Sánchez se vea obligado a buscar una fórmula que satisfaga a la dirección de Unidas Podemos.

Y aquí está uno de los problemas fundamentales que plantea esta legislatura. Si Unidas Podemos quiere seguir jugando el papel de acompañante del PSOE en esta etapa de crisis aguda del capitalismo, austeridad, recortes y polarización extrema, sólo hará más visible su complicidad. Es imposible que el PSOE vaya a aceptar una agenda diferente de la que ha mantenido en estos años. Unidas Podemos no tiene nada que ganar en un Gobierno de coalición. Es mucho más acertado no bloquear la investidura de Sánchez para evitar así que la alianza reaccionaria acceda al poder por vía directa o indirecta, sin ningún compromiso con la política del PSOE, y pasar a realizar una fuerte oposición de izquierda en el parlamento y, sobre todo, con la movilización masiva en las calles para derrotar los planes de la burguesía.

El sistema capitalista se enfrenta a una rebelión de masas en numerosos países del mundo, lo que pone en el orden del día la enorme fuerza de los trabajadores y la juventud para transformar la sociedad. Los políticos del reformismo —tanto los tradicionales como los de última generación—negociadores hábiles que siempre se presentan como hombres experimentados en las combinaciones parlamentarias y ministeriales, revelan su auténtica naturaleza cuando los acontecimientos les sitúan fuera de su medio confortable y los enfrentan a hechos decisivos.

Como el marxismo siempre ha insistido, la representación parlamentaria de una clase oprimida está considerablemente por debajo de su fuerza real. Lo fundamental es entender que sólo la lucha revolucionaria deja al desnudo la auténtica correlación de fuerzas que las elecciones burguesas siempre ocultan. Si queremos combatir a la extrema derecha, si queremos romper definitivamente con la austeridad y los recortes, necesitamos construir un partido de los trabajadores armado con el programa del marxismo y que plantee sin complejos la lucha por la transformación socialista de la sociedad. Esa es la tarea más importante de esta época histórica.

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