Han pasado alrededor de 22 meses desde que la contingencia sanitaria por Covid-19 comenzó en México. A la par de una crisis económica devastadora, en las que las condiciones de vida de las trabajadoras y trabajadores se han deteriorado aún más, la salud mental se ha convertido en un problema de salud pública, derivado del desgaste emocional aberrante dentro del sistema capitalista. En éste, no hay espacio para un crecimiento psicoemocional sano, pues somos un engranaje más en la cadena de producción voraz, la cual ha estado luchando por mantenerse a flote y así poder preservar sus ganancias y privilegios a costa de la explotación de su plantilla.

La pérdida de empleos, la reducción salarial, la convivencia forzada en entornos violentos, la tercerización laboral carente de derechos; el panorama actual ofrece un caldo de cultivo para el florecimiento de enfermedades mentales como la depresión, la ansiedad, las adicciones, los trastornos alimenticios, la ideación suicida, etc. La juventud estudiantil y trabajadora, perceptiva ante la falta de posibilidades que ofrece este contexto, es quien está más desfavorecida; según el INEGI, la tasa más alta de suicidio, autolesiones y depresión se refleja en el sector de jóvenes entre 18 y 29 años, y el suicidio alcanzó durante el 2020 el 0.7% del total de muertes anuales[1]. Asimismo, el desarrollo de trastornos de la conducta alimentaria ha incrementado significativamente; se delatan como consecuencias de la presión en un entorno donde el cuerpo es otro objeto de consumo, sin contar con los problemas de salud relacionados con la alimentación, como la obesidad y la desnutrición, por ejemplo.

Las adicciones son otra faceta del deterioro de la salud mental que ha ido a la alza durante los últimos años. De acuerdo con la CONADIC, la dependencia a las drogas sintéticas en México aumentó hasta 218% debido al estrés y depresión de la crisis económica y sanitaria, y el consumo de alucinógenos como “antidepresivo” creció casi 20 veces en el último lustro[2].  La clase trabajadora es a quien este sistema deja más vulnerable ante este tipo de situaciones, pues el contexto laboral y social nos provee pocas alternativas para su prevención y tratamiento; las adicciones conducen a un consumo de las sustancias más baratas, de peor calidad, y por tanto, aún más dañinas.

Aunado a las redes de narcotráfico que proliferan amparadas por los grandes intereses del narcoestado mexicano, la industria farmacéutica se comporta como lo que es: un monstruo de proporciones trasnacionales que prioriza las ganancias económicas por encima de todo, incluída la salud de la población. Así, los laboratorios han fomentado el uso de medicinas legales narcotizantes, y a la vez, han podido lucrar con los tratamientos que también ofrecen. Medicinas que, por supuesto, sólo están dirigidos a quienes pueden pagarlos, dejando a la mayoría de los usuarios a merced de un sistema de salud pública deficiente, o a las puertas de los “anexos”: centros de internamiento que florecieron durante el sexenio de Calderón sin ninguna clase de normatividad, y que actualmente sirven como un negocio más donde los pacientes son otra mercancía; hay malas prácticas médicas, violación de derechos humanos y no existen siquiera los requisitos básicos de salubridad.

No necesitamos medidas paliativas

Según la OMS, México es el país con mayor prevalencia de estrés laboral, donde el 75% de los trabajadores presentan síntomas de fatiga crónica[3]. Las medidas que han implementado algunas empresas (si es que han tomado alguna medida) incluyen la asistencia obligada de sus trabajadores a algunas conferencias de apoyo o “coaching” emocional -una herramienta ideologizante en la que se hace creer que el desgaste físico y mental es un asunto meramente individual, instando a buscar pensamientos positivos como única opción- o el permiso de cinco minutos de descanso de sus puestos de trabajo: medidas francamente absurdas e indignantes que pretenden desviar la atención de la falta de derechos laborales, los salarios risibles y la explotación a la que diariamente son sometidos miles de trabajadores.

De forma similar, actualmente se desarrollan proyectos de “inyección segura”; lugares donde las personas puedan inyectarse alguna droga de forma asistida. Esta clase de propuestas no involucran una solución real: necesitamos el mejoramiento de nuestros espacios, de nuestras condiciones, no un lugar higienizado para seguir perpetuando las consecuencias de la violencia y el desarropo del sistema. Queremos derechos laborales, una educación y un salario digno, escuelas equipadas con espacios adecuados, acceso a un servicio de salud integral.

La salud mental y física reflejan el contexto en el que se vive; no puede haber una buena salud si existe la preocupación constante por no cubrir las necesidades básicas, si el futuro no ofrece mayores posibilidades dentro de esta estructura capitalista. La pandemia de los últimos años ha exacerbado la situación que la clase obrera ya vivía desde antes. La salud es un derecho que se ha alejado hasta constituirse como privilegio; en la actualidad, únicamente el 2% del presupuesto de salud pública se destina a la salud mental, lo cual es insuficiente y nos arrebata la posibilidad de recibir tratamiento para enfermedades mentales que el mismo sistema provoca, pues los costos de una terapia o internamiento privado alcanzan niveles exagerados.

Como clase trabajadora, debemos arrancar el derecho no sólo a recibir atención mental adecuada, sino a una vida libre de los tormentos que nos orillan a la depresión, la ansiedad y el suicidio; una vida plena fuera de este sistema económico insaciable.

 

[1] INEGI. Estadísticas a propósito del Día Mundial para la Prevención del Suicidio, Comunicado de prensa, 08/10/2021.

[2] CONADIC. “La pandemia nos deja más neuróticos, deprimidos, asustados… y adictos”, Proceso, No. 2353, Diciembre 2021. pp. 19-21.

[3] “México es el país con mayor estrés laboral: OMS”, La Jornada, 21/07/21.


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