NOTA: Este artículo fue tomado de “La Reforma Agraria” en Bolivia de Alfredo Zanjines G., ex ministro plenipotenciario boliviano en México, que entrevistó a Trotsky en Coyoacán cuando estaba de paso por esa localidad. Publicado en Escritos, Tomo VIII, pág. 365, Editorial Pluma.



(La deferencia de Trotsky para conmigo), no se debió a mi cargo diplomático -Trotsky me dijo que él no mantiene esa clase de relaciones -, sino a que unos días antes había leído una crítica de mi libro La reforma agraria en Bolivia en El Nacional de México, y le había sorprendido que un sudamericano se interesara tanto por estos problemas, dado el tradicional conservadurismo de nuestros países. Cuando recibió mi tarjeta, quiso conocerme.

Tenía yo sumo interés en conocer el pensamiento del dirigente rojo: qué podía decirme acerca de la educación de las masas campesinas... Y cómo había logrado vencer la indiferencia de los mujiks (campesinos) en la tierra de los soviets; los mujiks que, al igual que los indígenas de nuestro altiplano, habían desarrollado sus sistemas rutinarios de vida agrícola durante generaciones, sin demostrar el menor interés en mejorar sus vidas... A través de eso quería saber: cómo los dirigentes de la Revolución Rusa llegaron a los recursos espirituales de los campesinos; con qué métodos materiales mejoraron la situación de los campesinos y los convirtieron en productores en gran escala; por qué realizaron el sorprendente salto del sistema tradicional de propiedad del mir (la gran propiedad agraria formada por la acumulación de parcelas cultivadas, manteniendo el concepto de la pequeña propiedad individual, como la comunidad indígena boliviana) al sistema del koljós, que también es una gran propiedad agraria, pero del estado, el cual reglamenta y dirige técnicamente el trabajo y dispone de inmensos recursos para desarrollar la agricultura mediante el empleo de maquinaria. Quise conocer su opinión acerca de los métodos que, a su juicio, deberían emplearse en Bolivia para reproducir allí el milagro ruso. Así se lo planteé a León Trotsky.

El dirigente rojo me escuchó atentamente. Me pareció que hasta ese momento no había estudiado a fondo nuestro problema agrario; pero me dijo, como expresando un concepto general, que a pesar de desconocer el carácter de nuestras masas indígenas y de no haber estudiado cuidadosamente la evolución de la propiedad en la tierra de los Incas, pensaba, como una primera aproximación, que debían respetarse los sistemas de propiedad y las “actividades” tradicionales del indígena, pero encauzando la organización del trabajo y el cultivo por nuevos rumbos. Me dijo que, tal como se había hecho en Europa Central, la explotación de la agricultura y la labranza debían realizarse sobre bases amplias, con el fin de mejorar la calidad y la cantidad de la producción, y con ello la alimentación de las masas campesinas; asimismo con ello el país se dotaría de la capacidad de exportar los productos agrícolas locales, dado que una agricultura bien administrada constituye la más estable de las riquezas, la que ayuda a mantener alto el valor de la moneda.

“Eso -prosiguió- es lo primero que se debe hacer. El gobierno debería obligar a los grandes terratenientes a transformar la agricultura, proporcionándoles, claro está, los medios para alcanzar la producción en gran escala. Sólo de esa manera podrían retener una parte proporcional de sus tierras, cuando se trata de grandes extensiones poco cultivadas”. Me dijo que se le había informado que en los países de América Latina resultaba difícil destruir las grandes propiedades terratenientes, porque la baja densidad de la población no exigía soluciones de este tipo y también debido a las ideas conservadoras de los dirigentes políticos sobre el derecho de propiedad.

“Pero las naciones occidentales -agregó con aguda ironía y una amplia sonrisa- poseen métodos más refinados, aunque más lentos que los nuestros, para confiscar y expropiar la tierra y darle utilidad social: impuestos progresivos sobre las tierras baldías; fuertes impuestos sobre las rentas individuales, que no provienen de la explotación de la tierra, sino de la exagerada extensión de los grandes latifundios”.

Me dijo que si nuestras masas campesinas eran “espiritualistas” (ya le había referido yo este aspecto de la psicología indígena), había que llegar a sus grandes recursos espirituales, arrancarlos bruscamente de sus costumbres mediante una disciplina estricta, pero transformándolos progresivamente mediante una actitud protectora y afectuosa (¡cuánto había cambiado Trotsky durante su estada en América!)...

“Sólo se puede combatir la indiferencia del indígena -agregó- arrancándolo de su cultura ‘estática’ y llevándolo a la agricultura mecanizada. Para separar a millones de siervos indígenas de la parcela comunal estática...” (“ el Ayllu de los aymaras”, le interrumpí)”...y del cultivo rutinario de la hacienda de tipo español -prosiguió-, que es casi el mismo sistema del antiguo mir, pero exclusivamente al servicio del gran terrateniente...”

“Ese sistema no existe en Bolivia -señalé-. El peón indígena paga un impuesto en servicios personales y agrarios al terrateniente, mientras cultiva su propio sayano”.

“Es necesario -prosiguió Trotsky- que los campesinos indígenas se pasen al sistema ruso del koljós, dirigido y organizado científicamente, para salir de la rutina y convertirse en miembros activos de la granja colectiva. Cada campesino conservaría su propia parcela para su hogar, para cultivar vegetales y criar animales de corral para el consumo de su familia”.

Seguidamente, hizo la siguiente observación astuta: “El campesino es avaro antes de nacer. Es lo mismo en todo el mundo, trátese del indígena boliviano o del mujik ruso. Por eso es necesario explicarle la utilidad del cultivo intensivo, para que se interese y progrese. El dinero que ganará le suscitará necesidades y entonces pedirá bienes manufacturados. El indígena debe labrar las tierras comunales del estado”.

(Aquí Sanjines, que hasta el momento había concordado con todo lo dicho por Trotsky, manifestó su desacuerdo: el indígena, aferrado a la propiedad individual, aceptará la coexistencia de ésta con las cooperativas y las granjas colectivas; a causa de la tradición histórica indígena de propiedad de la tierra ningún cambio hará que pierda totalmente el sentido de la propiedad.)

“Por todo lo que usted me ha dicho -dijo Trotsky- me parece que el sistema de propiedad rural del indígena boliviano se acerca más al artel, que es otro tipo de organización colectiva agraria rusa. Hemos modernizado el artel, lo hemos adaptado a la época moderna; ustedes deberían hacer lo mismo. En el artel, el campesino ruso es propietario de una pequeña parcela individual, que le permite garantizar su subsistencia, mantener su hogar, realizar cultivo en pequeña escala y criar aves y animales de corral, tal como lo hacen los indígenas bolivianos de acuerdo con lo que usted me ha dicho; ello no les impide pertenecer a una granja colectiva, donde trabajan; lo mismo podría hacerse en Bolivia, expropiando algunas tierras de los grandes latifundios y estableciendo las granjas colectivas a cierta distancia una de otras. De esa manera, el campesino tendría asegurada su economía individual en su propia parcela; al mismo tiempo, contribuiría al bienestar social en la granja colectiva; las haciendas pequeñas no serían desmembradas; los grandes latifundios, tan enraizados en las tradiciones de las repúblicas iberoamericanas, se desmembrarían paso a paso gracias a la creación de las granjas colectivas, si resulta imposible destruirlos de una vez”.


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