Por una estrategia revolucionaria para salir de la crisis, ninguna alianza con la mal llamada burguesía “democrática”

Con más de un millón de personas infectadas y cerca de 60.000 muertos  (el 12% de los fallecidos en el mundo), Brasil es actualmente el segundo país más afectado por la pandemia de Covid-19, solo por detrás de EEUU. Estos son los datos oficiales, pero la realización de menos de tres test por cada 100.000 habitantes y la ausencia de autopsias en casos sospechosos ocultan una realidad aún más alarmante.

La responsabilidad de Bolsonaro y su Gobierno en esta catástrofe es más que evidente: no han dejado de alentar un discurso negacionista rechazando tomar medidas efectivas contra la pandemia. Pero hay más. En medio de esta masacre, la derecha agrupada en torno a Bolsonaro ha profundizado los ataques a la clase obrera y la población.

Guerra a los trabajadores y al pueblo

Calificando la pandemia de “gripecilla”, el Gobierno de extrema derecha de Bolsonaro se opuso al confinamiento y a la paralización de los sectores no esenciales. Para proteger los beneficios de la burguesía, nacional e imperialista, el Gobierno transformó las fábricas, los transportes y los barrios populares en auténticos mataderos.

Al tiempo inyectaba 260.000 millones de reales a la banca privada, prometía a los trabajadores informales una limosna de 200 reales (35 euros) al mes, luego aumentada a unos ridículos 600 reales (105 euros). Bolsonaro ha dado carta blanca a las empresas para reducir a la mitad los salarios de los trabajadores y también para suspender los salarios por un periodo de hasta tres meses. La patronal, apoyada por el Gobierno, pasa la factura de la crisis a la clase obrera que, por hambre o Covid-19, es sacrificada en aras del beneficio empresarial.

Después de años de desmantelar el Sistema Único de Salud (SUS), el Ejecutivo solo asignó 40.000 millones de reales a la salud durante la pandemia, de los cuales dos tercios están sin utilizar. Hay una falta crónica de equipos de protección individual. Entre casos confirmados y sospechas de infección, hay más de 17.000 profesionales de la salud apartados del servicio. Más de la mitad de las unidades de terapia intensiva con ventiladores capaces de tratar a los pacientes de Covid-19 pertenecen al sector privado. A finales de abril, la tasa de ocupación en el SUS era ya del 95%, y ahora llega al 100% en muchos hospitales. La nacionalización de los hospitales y clínicas privadas es un paso esencial para el cuidado de los nuevos infectados. Otro sector que necesita una inversión urgente es el del transporte público, para acabar con el hacinamiento y permitir el acceso al SUS de las poblaciones más apartadas y abandonadas.

A la catástrofe sanitaria se suma la catástrofe económica. Aproximadamente la mitad de la mano de obra, 40 millones de personas, sobrevive día a día en trabajos informales, sin ninguna posibilidad de dejar de trabajar. En el sector formal se han destruido 1,1 millones de empleos solo entre marzo y abril, y las solicitudes de prestaciones por desempleo ascienden a 3,3 millones de enero a mayo. Los jóvenes de hasta 24 años son los más afectados: el 30% están desempleados, más del doble de la media nacional del 12%. Con el real devaluado casi en un 40% frente al dólar desde principios de año, la clase trabajadora ve cómo sus ingresos caen en picado.

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"A la catástrofe sanitaria se suma la económica. Apróximadamente la mitad de la mano de obra, sobrevive día a día en trabajos informales."

Todo esto sucede mientras el 1% más rico concentra casi un cuarto de toda la riqueza, y 13,5 millones de brasileños viven condenados a la pobreza extrema ―con solo 145 reales mensuales (30€)― principalmente personas negras e indígenas concentradas en las regiones del norte y nordeste de Brasil. Hay 31 millones sin acceso al agua corriente, que ni siquiera pueden cumplir con la medida más elemental de prevención: lavarse las manos. La cuarentena es imposible para otros 11,6 millones que viven en viviendas con más de 3 residentes por habitación. Brasil sufre de un déficit brutal de vivienda pública y especulación urbanística, mientras hay millones de propiedades vacías.

Lucha de clases, crisis del Gobierno y divisiones de la burguesía

La llegada de la pandemia ha acelerado toda una serie de tendencias que ya estaban presentes en la situación política. Un aspecto muy relevante está siendo la abrupta caída del apoyo social de Bolsonaro, incluso entre capas políticamente atrasadas de la población y sectores de las capas medias que le apoyaron electoralmente. Según la encuesta publicada por Datafolha, un 17% (10 millones de personas) de sus votantes se arrepienten, y otro 42% consideran que su Gobierno es pésimo. En un contexto de alarma generalizada por la situación sanitaria, su actitud arrogante y la ostentación cotidiana de una enorme irresponsabilidad reaccionaria ha puesto más en evidencia su clasismo y su absoluto desprecio por la vida de la población. 

En paralelo se está produciendo un incremento de la protesta social y una radicalización hacia la izquierda entre sectores de la población. En parte debido a la propia pandemia, ese malestar todavía no ha tenido una expresión mayor en la calle, pero las señales son evidentes. Uno de los últimos ejemplos ha sido la huelga de petroleros contra la privatización de Petrobras en febrero de este año, contra el despido de cientos de trabajadores de una explotación petrolífera y por la defensa del convenio colectivo de trabajo. La presión de más de 20.000 trabajadores obligó al sindicato a extender la huelga por 20 días. En plena pandemia, han sido las capas más precarizadas, tradicionalmente ignoradas por el sindicalismo, como son los motoboys ―repartidores de comida― quienes han mostrado lo que hay que hacer. Miles de estos trabajadores  se declararon en huelga el 20 de mayo contra las condiciones insalubres que soportan y preparan otra huelga para el 1 de julio.

La onda expansiva de la rebelión de la clase trabajadora y la juventud estadounidense desencadenada por el asesinato de George Floyd también ha llegado a Brasil, provocando una gran sacudida. Y no es ninguna casualidad. Existe un gran paralelismo entre la situación política y social de EEUU y Brasil, empezando por el carácter reaccionario de Trump y Bolsonaro, y continuando por la brutalidad policial como norma de actuación, el racismo institucional, la existencia de una gran masa de población negra pobre… De hecho, la indignación generada por el asesinato en Brasil de varios adolescentes negros en mayo fortaleció el movimiento. Así, las protestas contra el Gobierno exigiendo Fora Bolsonaro que se han convocado en los últimos tres meses han adquirido también un carácter antifascista, antirracista y contra las fuerzas de represión del Estado.

La crisis institucional que vive Brasil hay que situarla en este contexto. Hay un torbellino de dimisiones y crisis internas, que ya han llevado a la salida del “superministro” Sergio Moro, a la dimisión de dos ministros de Sanidad, y, recientemente, a la del ministro de Educación. En guerra con los gobernadores de los principales estados, el presidente está cada vez más desautorizado por las principales instituciones del Estado e incluso por sus aliados, dentro y fuera del Ejecutivo. El apoyo al Gobierno ha caído al 30%. Envuelto en más escándalos de corrupción, con las manos manchadas de la sangre de Marielle, las manifestaciones de apoyo al clan Bolsonaro son más pequeñas y su Gobierno aparece más débil.

La llegada a la presidencia de Bolsonaro, con su discurso nacionalista reaccionario y de mano dura, lejos de abrir un periodo de estabilidad se está revelando como un elemento que agudiza la polarización social y política, sin resolver la crisis de fondo que sufre el capitalismo brasileño. Haga lo que haga la burguesía no tiene nada que ofrecer a la clase obrera, al campesinado pobre, a los jornaleros y a las masas oprimidas, salvo más recortes, pobreza y represión. Ante una crisis capitalista mundial de dimensiones descomunales, el descontento sigue acumulándose, y la clase dominante brasileña acusa divisiones importantes en cuanto al camino a seguir.

Un sector percibe que cuanto más permanezca Bolsonaro en el Gobierno más riesgo existe de que estalle una rebelión social, que podría ir mucho más allá de exigir un cambio presidencial. Por eso están acelerando la puesta en marcha de una “alternativa democrática”, protagonizada por partidos y líderes  burgueses como Fernando Henrique Cardoso, e incluso el propio Michel Temer, expresidentes de Brasil y reconocidos reaccionarios neoliberales, con la cobertura de los dirigentes reformistas del PT y de la CUT y lamentablemente también del PSOL. Quieren propiciar un cambio por arriba, mediante un impeachment, para tratar que la situación no se descontrole por abajo.

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"La rebelión de la clase trabajadora y la juventud estadounidense por el asesinato de George Floyd también ha llegado a Brasil."

Ante el intento de destitución por parte de  sectores del aparato estatal, como el Parlamento o el poder judicial, en las últimas semanas las declaraciones y amenazas golpistas de Bolsonaro y sus huestes fascistas en el ejército (los militares ocupan 10 de los 22 ministerios), en la policía y entre los grupos paramilitares, han ido incrementándose. Pero un golpe militar en estos momentos podría desencadenar un movimiento revolucionario de masas e incendiar toda América Latina, no solo Brasil.

No es casualidad que el mismo sistema judicial que arrestó a Lula para atacar a todos los trabajadores, lo liberara justo en el momento en que las masas latinoamericanas, desde Ecuador hasta Argentina, protagonizaban rebeliones revolucionarias. La burguesía necesita echar mano del lulismo, que le ha permitido enriquecerse como nunca antes, para controlar el movimiento y asegurarse de que no pone en peligro sus intereses.  La misma política de colaboración de clases que abrió las puertas a Temer y Bolsonaro se mantiene ahora con consecuencias absolutamente criminales.

Al mismo tiempo que llevan a cabo las contrarreformas del Gobierno federal a los niveles estatal y local, las direcciones reformistas se han limitado cada vez más a la actuación parlamentaria o a estériles llamamientos al Tribunal Supremo. La exigencia de destitución a Bolsonaro continúa precisamente en esa dirección, al apuntar a su caída por la vía institucional, en lugar de por la lucha de masas organizada en las calles, en los lugares de trabajo y en las comunidades. El pueblo no necesitan que el Congreso sustituya a Bolsonaro por su vicepresidente y general retirado Mourão, lo que necesita es derrocarlo en las calles y luchar por un Gobierno de los trabajadores.

Pero la clase trabajadora está intentando sacar  lecciones del fracaso del lulismo, incluso sin una dirección revolucionaria propia, y  romper las ataduras del reformismo.

Por un frente único de la izquierda con un programa de independencia de clase. ¡Ninguna alianza con la mal llamada burguesía democrática!

Muy conscientes del enorme potencial de las protestas sociales crecientes, los dirigentes reformistas y conciliadores de los sindicatos y de los principales partidos de izquierda parlamentaria se han negado a propiciar una alternativa que rompa con la lógica del capitalismo y prepare el derrocamiento del Bolsonaro a través de la acción. En São Paulo fueron las aficiones de los cuatro grandes clubes de fútbol de la ciudad quienes organizaron las protestas del 31 de mayo, y organizaciones antifascistas y antirracistas han organizado manifestaciones con miles de participantes en las principales ciudades del país todos los domingos. Daniel Sarampo, miembro de una de las hinchadas, señalaba sus objetivos: “retomar las calles” para “eliminar la extrema derecha” y destacaba que “si no hubiera un escenario de pandemia, este movimiento sería mucho mayor”. Este hecho tiene una enorme importancia, revela un incipiente proceso de auto-organización de sectores de las masas, que se sienten abandonadas en un contexto de catástrofe y permanentemente agredidas por un Gobierno reaccionario.

En este escenario las direcciones del PT, la CUT, el MST y una amplia capa de líderes del PSOL, apelan a un Frente Amplio “antifascista” con estos sectores de la burguesía que ahora califican de “demócratas”, pero que ayer no tuvieron el mínimo problema en abrir el camino al triunfo de Bolsonaro. La estrategia de la dirección reformista de la izquierda es mucho más que un error. Da cobertura a todas las maniobras de la burguesía en su búsqueda por neutralizar la lucha de clases en su propio beneficio. Lo que se necesita ahora no es pactar con la burguesía para sostener el decrépito capitalismo brasileño, sino asegurar las condiciones de vida de las masas explotadas, su salud, sus empleos y derechos, incluidos los derechos democráticos hoy amenazados, de la única manera que es posible: mediante la lucha por la transformación socialista de la sociedad. Solo colocando los recursos de la economía en manos de la clase obrera —con la nacionalización de la banca y los monopolios nacionales e imperialistas— y reemplazando el Estado burgués, su ejército colmado de fascistas, su policía racista y asesina, por un Estado de los trabajadores, se podrá enfrentar la actual catástrofe que se cierne sobre Brasil.

La enorme oposición popular y la radicalización de la juventud y de la clase trabajadora crean todas las condiciones para avanzar con un plan de lucha consecuente por la caída de Bolsonaro y su Gobierno, y contra todos los ataques y contrarreformas llevadas a cabo. Solo con un frente unido de las fuerzas que constituyen la izquierda sindical y política combativa, de todos los explotados y oprimidos, con un programa socialista, será posible hacer frente a los planes reaccionarios de la burguesía brasileña. Este frente unido tiene que hacer un llamamiento a los activistas y militantes de la CUT y del PT para ganarlos a esta política, y romper así con el cáncer de la colaboración de clases.

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"Solo con un frente unido de la izquierda sindical y política combativa, con un programa socialista, será posible hacer frente a la burguesía brasileña."

Es urgente crear comités de lucha y de autodefensa contra la pandemia y las agresiones fascistas y policiales en cada centro de trabajo, de estudios y comunidad. Hay que ocupar los inmuebles vacíos de los grandes fondos inmobiliarios para garantizar el confinamiento y el derecho a la vivienda al pueblo trabajador y pobre. Hay que garantizar el derecho al trabajo de los 40 millones de trabajadores informales y formales mediante una reducción drástica de la jornada laboral sin reducción salarial y establecer un salario mínimo y un subsidio de desempleo de 6.000 reales mensuales (equivalente a 1.000 euros). Hay que acabar con el agronegocio, expropiar los latifundios y garantizar la tierra a quien la trabaja, poniendo fin a la destrucción del Amazonas y del medio ambiente.

Hay que preparar la huelga general para echar a Bolsonaro e imponer la paralización de todos los sectores no esenciales para hacer frente a la pandemia, sin pérdida de salario ni derechos, y para garantizar, mediante la nacionalización de la banca y de los sectores clave bajo control democrático de los trabajadores, los recursos necesarios para la sanidad, las pensiones y la educación públicas, el acceso a vivienda, salarios y condiciones de trabajo dignas para la inmensa mayoría. ¡La izquierda combativa debe exigir que se acabe con la conciliación de clases!

Solo la clase trabajadora salva a la clase trabajadora. Hoy más que nunca, ¡socialismo o barbarie!


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