El 7 de septiembre el Senado italiano aprobaba el segundo plan de ajuste en escasos dos meses. Este nuevo ataque no está al margen de la situación de infarto que vive la economía europea y de la cual Italia, la tercera economía de la zona euro, no puede escapar. Su Producto Interior Bruto representa el 17% de la zona y tiene, nada menos, que la tercera deuda pública en términos absolutos más grande del mundo (tras EEUU y Japón), equivalente al 120% de su PIB y una economía completamente anémica. El crecimiento italiano acumulado en el periodo 2000/09 ha sido de un ridículo 2,5% PIB, en la práctica ha sufrido un dramático estancamiento que ha agudizado todas las contradicciones, poniéndose en el punto de mira de los ataques especulativos contra su deuda.

El 12 de agosto, el consejo de ministros italiano aprobaba bajo la atenta y severa mirada de la burguesía alemana, nuevos recortes. Era la contrapartida para que el BCE interviniera comprando bonos italianos, en un momento de máxima tensión para toda la economía mundial y en el que la prima riesgo italiana alcanzaba niveles históricos (406 puntos básicos, el 5 de agosto). Sin embargo, a primeros de septiembre la prima riesgo volvía a superar los 400 puntos básicos y el Banco de Italia informaba que la deuda pública había marcado su récord en julio: 1,911 billones de euros. Las medidas de agosto se endurecían para ser aprobadas en el actual plan de ajuste.

A los 79.000 millones de euros de recorte del primer paquete, del 15 de julio, (que incluye privatizaciones y el copago sanitario, obligando a pagar 10 euros por consulta y 25 por utilizar las urgencias “sin que sea grave”), ahora se suman otros 54.000 millones con el objetivo de reducir más rápidamente el déficit del país (del 3,9% previsto en 2011 al 1,4% en 2012 y al 0% en 2013), en lo que será un nuevo ataque sin precedentes a la clase obrera italiana. Además, se hará una reestructuración de la administración territorial (los presupuestos regionales han llegado a recortarse ya hasta el 77%) y se ha aprobado una reforma constitucional en la que se establece la obligatoriedad del déficit cero.

El IVA aumentará en un punto, pasando de 20 a 21%, con lo que calculan un ingreso anual de 4.000 millones; se adelanta en dos años, de 2016 a 2014, la medida destinada a retrasar progresivamente la jubilación de las mujeres en el sector privado, de 60 a 65 años (en el sector público entra en vigor en 2012). Se introduce un impuesto del 3% sobre las rentas que superen los 300.000 euros anuales, lo que afectará tan sólo a 34.000 personas. No es más que un intento de lavado de cara, para decir que “todos” los italianos tienen que contribuir para salir de esta situación. Lo mismo que el anunciado endurecimiento de la lucha contra el fraude. En un país en el que la evasión fiscal alcanza, según el ministro Tremonti, los 150.000 millones (más que la suma de los dos planes de austeridad aprobados este verano), y bajo cuyo mandato se han concedido tres amnistías fiscales, esto no es más que cantos de sirena que nadie se cree.

Despido libre y ataque a la negociación colectiva

Uno de los ataques más graves es el artículo 8 del plan de austeridad que permite anular el artículo 18 del Estatuto de los Trabajadores, sobre las condiciones de despido. De esta manera se da un golpe de muerte a la negociación colectiva y se facilita el despido libre.

El martes 6 de septiembre Italia se paralizaba por la convocatoria de huelga general de la CGIL contra esta brutal agresión, con más de un centenar de manifestaciones en las que salieron decenas y decenas de miles de trabajadores a las calles. El paro fue prácticamente del 100% en el sector público y en los transportes (aeropuertos, trenes, autobuses urbanos y metro, en ciudades como Roma) y muy amplio en el sector industrial.

Esta huelga es muy significativa de la presión tan enorme que sufre la cúpula sindical de la CGIL, empezando por su secretaria general, Susana Camusso, que representa las posiciones más a la derecha del sindicato y que hasta ahora se había negado vehementemente a la convocatoria de una huelga general, a pesar de ser reclamada por sectores importantes de trabajadores, de sus delegados sindicales y especialmente por su federación del Metal (FIOM); así como del masivo movimiento estudiantil que en diciembre de 2010 le reclamó la huelga para unificar su lucha a la de la clase obrera.

La política de pactos y consensos de la dirección de la CGIL, cuyo máximo exponente fue la firma de un acuerdo con la patronal el 28 de junio, en plena ofensiva de la burguesía italiana y europea contra los derechos de los trabajadores, es el mayor obstáculo para poder lanzar una lucha consecuente, que vaya a más, y que se convierta en una auténtica rebelión social que derribe al débil y putrefacto gobierno Berlusconi (con la popularidad bajo mínimos, un 24%). Tampoco ayuda el papel nefasto de la oposición, especialmente del Partido Democrático (PD) que, más allá de pedir la dimisión de Berlusconi, han permitido que se aprueben los ataques sin mover un dedo y asumen la necesidad de la austeridad para los trabajadores en lugar exigir que la crisis la paguen los capitalistas. A lo máximo que aspiran es a formar un “gobierno de emergencia nacional” en el que compartirían responsabilidades con representantes del propio PdL (partido de Berlusconi), y con otros sectores desgajados del PdL, como el partido de Fini, la democracia cristiana, etc. Es decir, un gobierno con la burguesía italiana que, aunque con un perfil menos tosco, seguirá atacando a los trabajadores.

La combatividad y disposición a la lucha de la clase obrera y la juventud italiana se han venido demostrando en los últimos meses y años. El éxito de la huelga del 6 de septiembre viene a ratificarlo. El mensaje a la dirección de la CGIL es claro. No vale una huelga para quitar presión y luego volver a la senda del pacto. En primer lugar, la CGIL tiene la obligación de romper el acuerdo del 28 de junio con la patronal y basándose en los sectores más combativos y conscientes del movimiento obrero marcar ya un calendario de movilización ascendente, organizar el movimiento en las fábricas, empresas, barrios, entre la juventud y dotarlo de un programa que cuestione no sólo a Berlusconi, sino al sistema que él representa de forma cruda y sin tapujos, el capitalismo.


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